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Nosotras y otras y todas

A favor de la unión entre las mujeres para combatir el machismo y la violencia de género

En las cancioncillas del cancionero infantil tradicional, del que noche a noche echaban mano madres, abuelas y niñeras para dormir a niñas insomnes, como también ocurría en los libros de cuentos, había casi siempre tres hermanas. Así, en una de esas canciones eran tres las hijas de Elena y ninguna de ellas era buena; y tres igualmente las del vecino o las de un tal Avelino que, a la alameda, llevaban rica merienda y a la hora de merendar se perdió la más pequeña y el padre la fue a buscar calle arriba, calle abajo, y la encontró en un portalito oscuro, hablando con su galán, que estas palabras decía: "Contigo me he de casar, aunque me cueste la vida"; pero entonces ella descubre a una golondrina que, herida y ensangrentada, le piaba diciéndole: "Malditas sean las mujeres que de los hombres se fían".

Y dos, no tres, eran las hijas de Pepita Wetoret y del escritor Mariano José de Larra: una, Baldomera, anduvo en coplas, debido a su estafa piramidal, un fraude morrocotudo parecido al de las "preferentes", que perjudicaron a mucha gente, a la que esa pícara de antaño y el anzuelo de bolsas de hogaño R. Rato y cuadrilla le robaron sus ahorros, fruto de sacrificios, renuncias, negaciones y esperanza en vivir una vejez sin ahogos ni sobresaltos; y Adela, la otra, fue amiga íntima del rey Macarroni I o Amadeo de Saboya. El hermano de ambas, Luis Mariano, mucho menos brillante y agudo que su padre, era también escritor, sobre todo letrista de zarzuelas y dramaturgo. Uno de sus libretos, con música de Barbieri, es "Chorizos y Polacos", acerca de esos dos grupos rivales; el primero, claque violenta del Teatro del Príncipe, y el otro, fanático no menos airado, del Teatro de la Cruz que, en días de la Ilustración, en el siglo XVIII de las Luces y la Razón, se dedicaban a reventar mutuamente y de modo salvaje los espectáculos que tenían lugar en los escenarios de ambos coliseos, hasta que el Conde de Aranda -el mismo que vaticinó con total acierto que las colonias británicas americanas independizadas eran el nacimiento de un poderoso y gigantesco coloso que se apoderaría de muchas tierras que uniría a sus estados- los disolvió, harto de las quejas que causaban sus estropicios y escándalos.

Y muchas más de tres son las mujeres de todos los grupos políticos insultadas y vejadas públicamente por la bestia machista, sin que sus agresores verbales sean castigados por su delito y todo termine con que pidan perdón por la comisura de la boca o se disculpen de forma estúpida. Y ello se debe a algo tan simple como es que no hay feministas combativas en las filas de la política, quizá porque unas sean anarquistas que saben bien que si se meten en politiqueos acaban devoradas por el poder y que intentar la lucha desde dentro es siempre una imbecilidad; o acaso porque saben que su verdadero discurso y lenguaje disgustan y les fríen los escrotos a los maringoneadores y, en consecuencia, serían expulsadas del partido tras pronunciar palabras irreverentes contra el patriarcado que sigue dominador y muy pimpante; y las muy simples e ilusas piensan que con mano izquierda y habilidad se pueden llegar a conseguir muchas cosas interesantes

Pero no hay ninguna que grite que los problemas de las mujeres los deben solucionar ellas mismas, no los hombres; que los muliercidios diarios no van a cesar si los muliercidas salen de la cárcel vivos, pues deberían morir en ella o bien meterlos en jaulas públicas o casas de fieras, instaladas en plazas y parques, con un letrero colgándoles del cuello donde rece: "Asesino de su madre" o de la madre de sus hijas e hijos o de su exnovia o de una desconocida a la que le dio puñalada porque le apeteció de repente? Sí, sí, claro que esto es algo repugnante, pero muchísimo menos que ahogar, violar, estrangular, acuchillar o quemar viva a su víctima, una mujer.

Las mujeres que entran en el proceloso mar de la política nunca presiden el partido al que pertenecen y en el que militan, a no ser que lo cofunden, como Rosa Díaz y, desde el final de la dictadura franquista y el inicio de la plutocracia o mando de los ricos de siempre -pues por mucho que le antepongan al sufijo "cracia" el término "demo", no existe ni existió en ningún lugar un verdadero gobierno del pueblo- tampoco hubo aquí una presidente de España.

Los Dídimos y Epidídimos, como me dijo la deslenguada Romilda -una escritora que, desde hace siete años que la comenzó, no acaba de ponerle el punto final a una novela en friulano- sentaron sus partes innobles en los sillones del mando ya en la época de la piedra sin pulimentar y no se han levantado de ellos, aunque a veces hagan el simulacro de hacernos un hueco donde no cabe ni media nalga. Pero que eso no era perpetuo ni inamovible, añadió, y que podría cambiarse si nosotras y otras y muchas y todas nos uniéramos, formando un frente internacional feminista con millardos de afiliadas para acabar con la discriminación, la desigualdad y la violencia de género; una organización feminista universal y muy peleona para conseguir, ya y de una vez para siempre, acabar con cuantos usan la fuerza para dominar y sojuzgar a las mujeres y lograr, a la vez, que se les encienda la luz del entendimiento a las que afirman que ellas no son maltratadas, porque las muy pánfilas consideran que el maltrato se reduce a palizas con moratones y fracturas o heridas sangrantes o a golpes acompañados de insultos, sin que se les ocurra pensar que el maltrato es también que él les dé constantemente órdenes altaneras de callarse o aparte el plato despectivamente mascullando que no piensa comerse aquella mierda de merluza o las empuje con un "Quita, déjame a mí, so inútil", a la vez que le arrebata la llave para abrir él la puerta; o expeler comentarios malintencionados como "Acabo de ver a tu amiga Babet: está preciosa, para comérsela cruda".

El micromachismo es, a la larga y a la corta, tan grave como el bestial, parecido a la gota de agua persistente que abre un agujero, causando un grave desperfecto; semejante a la polilla que acaba por agujerear todas las piezas de un ropero.

La permisividad y el aguante de gestos desdeñosos, de comentarios cruelmente burlones y del silencio despectivo a las preguntas conducen a un maltrato físico. Por ello todas las mujeres debemos ser muy escrupulosas, quisquillosas incluso, y no permitir ningún acto de micromachismo que ataña a nuestra persona ni tampoco los que tienen por objeto directo a otra.

La guerra contra el micro o macromachismo es una contienda que tiene varios frentes, porque hay que pelear también con las mujeres sentimentales, débiles, emotivas, por no calificarlas de cobardes y bobaliconas que aseguran, desafiantes y con mucho calor, que Pepito, aunque le chille y le tire la camisa a la cara porque tiene una arruguita en el cuello o le diga que, desde que se le retiró el período, está hecha una jamona de cara pellejuda que da más asco que pena, es en el fondo muy bueno y la quiere de verdad, a su manera, eso sí, pero con cariño verdadero.

El autoengaño constituye uno de los consuelos más peligrosos y lamentables, al que recurren muchas que se resisten a aceptar que son una más de tantas, tantísimas esclavizadas, envueltas en un burka invisible, en el que viven enjauladas, sometidas, obedientes, porque no son ciudadanas libres, sino propiedad de sus amos, dueños, señores. Pero nosotras y otras y todas somos capaces de cambiar el mundo, haciéndolo más vivible y limpio, infinitamente mejor que este sucio, inmundo.

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