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La esclavitud del agradecimiento

"Hoy más que nunca hay que reivindicar los principios de la Revolución francesa", se ha oído decir en estos días luctuosos, en los que, a causa de la muerte violenta de casi un centenar de personas y del daño infligido a otras doscientas, al haber sido arrastradas por el empuje de un camión conducido por un chófer plenamente decidido a perpetrar esa acción criminal, el azur de las aguas que espumean con sus olas el labio litoral de los Alpes Marítimos a la altura de la ciudad dedicada por griegos provenientes de Asia Menor a la diosa Niké se ha almagrado hasta alcanzar la purpúrea tonalidad de violeta "caput mortuum".

Al escuchar las referidas palabras en un programa de televisión, la vista se ha dirigido hacia el estante en el que abarloan los libros acerca de ese período de la historia del país vecino, especialmente los que han sido publicados últimamente en España sobre Maximilien Robespierre, el Incorruptible, y ha tropezado con estos títulos: "El primer naufragio. El golpe de Estado de Robespierre, Danton y Marat contra el primer parlamento elegido por sufragio universal masculino", de Pedro J. Ramírez; "Robespierre. La virtud del monstruo", de Demetrio Castro; "Robespierre", una novela histórica y densa de Javier García Sánchez; "Robespierre. Una vida revolucionaria", el clásico de Peter McPhee. Y junto a ellos, naturalmente, el de Stefan Zweig sobre "Fouché. Retrato de un hombre político" y la biografía de este personaje insólito, shakespeariano y versátil, escrita por él mismo, "Le Duc d'Otrante, mémoire", traducida al español como "Memorias de Fouché (1759-1820)".

Entre estas obras recientes y extensas latita un breve ensayo de Gregorio Marañón, publicado en "La Nación" de Buenos Aires en 1939, que es de esos que, leído una vez, torna en más de una ocasión a la memoria y a la mesa, pues arroja un rutilante haz de luz sobre un frecuente y difícilmente comprensible comportamiento humano. Son pocas páginas, pero enjundiosas. En ellas, el eminente médico endocrino y brillante ensayista trata de dar razón de cuál fue el proceso interior que condujo al Incorruptible a aplicar, durante la Revolución francesa, el Terror, es decir, la serie de acciones emprendidas en defensa de la República que, entre 1793 y 1794, habrían de conducir a la muerte a miles de ciudadanos acusados de contrarrevolucionarios.

Marañón se remonta a los años de la infancia de Robespierre (Arràs, 1758), en los que, de mano del obispo, comenzó su formación académica rodeado de eclesiásticos. Estos, ante las dotes intelectuales del niño, pero también ante su taciturna y reservada actitud, pronto comprendieron que sus aspiraciones superaban las posibilidades que una escuela diocesana podía ofrecer. Y le concedieron una beca para que prosiguiera sus estudios en el colegio Luis el Grande de París. Sin embargo, estos favores no suscitaban en él otra cosa que no fuese un profundo rencor. El bien caía en su interior como ingesta envenenada. Y así se fue ensombreciendo su alma. Años más tarde, tras haber hecho una revolución con el fin de que todos fuesen iguales, antes de ser ajusticiado a causa de su crueldad en los procedimientos, dejó escritas estas palabras: "Desde muy temprano empecé a sentir la esclavitud penosa del agradecimiento".

La confesión de Robespierre es sorprendente y consigue aquietar el ánimo de quien ha intentado hallar en balde una explicación a ciertas manifestaciones exorbitadas de violencia individual, absolutamente injustificadas, contra personas o instituciones, o incluso la sociedad en general, a las que no se les puede imputar otro cargo que el de haber procurado el bien de los demás. Tal vez con fallos en la realización, pero movidas por un hálito de esplendidez indiscutible. Y hay que agradecerle a Gregorio Marañón el que, en este y otros ensayos emanados de su prodigiosa pluma, como son "Tiberio. Historia de un resentimiento" o "El Conde-Duque de Olivares (La pasión de mandar)", por citar dos ejemplos, haya surtido al lector de datos y elementos de juicio basilares que le permitan penetrar en el sustrato sobre el que se asientan los grandes proyectos históricos y personales, ese reducto interior de todo ser humano, en el que confluyen y se entreveran la biología, el lugar, el pasado, el momento y el azar.

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