Me decía Eugenio Torrecilla (moderaba la mejor tertulia literaria que conocí), que él no leía novelas de menos de un siglo, que necesitaba la criba del tiempo, cierta distancia y reposo; era él muy particular, como el patio de mi casa. Y esa filosofía adoptaría yo para bautizar nuestras calles (ahora que nos dedicamos a retirarles placas): que el nombre tenga un siglo, al menos. Ni hablar de poner calles a vivos, cuando esos vivos participan en la gestión, descorren la cortinilla y la pagan incluso; conocemos casos más allá de Oviedo. Ni poner el nombre cuando el cadáver está caliente. Para honrar la memoria y pelotear a los benefactores, poderosos o famosos del momento, hay otras oportunidades, pero al nombre de una calle, en consonancia con su hechura urbana y naturaleza pública, le conviene perspectiva y huir de la moda. De otra manera, subamos a los pedestales a perros callejeros y dediquemos avenidas al jabalí.
La mar de Oviedo