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La querida

Sobre la añoranza de los empleados de banca con tarabica y doble vida

Aquel hombre le había puesto un piso a la querida. Yo era un rapacín, y aunque mis padres tomaban precauciones al comentar ciertos temas cuando me tenían cerca, no por ello dejaba de pillar algunas cosas.

Era un hombre alto, a mis ojos mayor -calculo que pasaría de los cincuenta-, elegante, casi marcial, y gastaba pajarita. Vestía buenos trajes, cortados en la sastrería de mi padre, y sus zapatos se los limpiaban día sí día no en el Escorialín. Callado, serio, con aires de señor. Trabajaba en un banco próximo.

Sin duda Oviedo era un remanso de paz porque a menudo a mí, menor de edad, dignidad y gobierno, me mandaban a ingresar en una cuenta la caja de la tienda, labor que desempeñé durante años sin problema.

Confieso que realizaba aquel pequeño encargo con ganas morbosas, pues aunque había varias ventanillas, todas muy elegantes, con meseta de mármol y rejas doradas -como yo imaginaba que debía de ser el casino de Montecarlo-, siempre buscaba aquella en la que despachaba el cliente de mi padre que llevaba una doble vida, y al que imaginaba abrazando a una corista de media edad envuelta en volantes, los dos besándose por el lado de afuera de la raya de la ley, en un piso antiguo con galería -no me digan porqué-. Una especie de Luis Candelas, enmascarado en sus maneras señoriales que, por otra parte, atendía a aquel güaje con amabilidad y rapidez, apuntando directamente en la libreta bancaria el importe del dinero entregado -y a menudo unas pequeñas cantidades en concepto de réditos.

Mientras él escribía, yo no veía en él un cajero sino un puro pecador, un hombre infernal, e iba descubriendo que las apariencias, aquella corrección, la buena atención al cliente, el chaleco de pata de gallo, o la elegante pajarita de lunares grises, no eran otra cosa que un engaño, porque dentro anidaba un tiburón.

A aquellos años aún desconocía los efectos de la adrenalina, y que la proximidad del riesgo, del peligro, atraía como un imán.

Pasó el tiempo. Yo dejé atrás la niñez, y la juventud. El banquero-caimán de la doble vida se jubiló y desapareció, el banco fue comprado por otro banco mayor y cambió de nombre, en las libretas dejó de escribir el cajero de su puño y letra, siendo sustituido por impresoras, y en lugar de los pequeños apuntes por ingresos de réditos comenzaron a aparecer descuentos periódicos por gastos de mantenimiento y comisiones extrañas. Y llegaron los cajeros automáticos, en los que el cliente, además de pagar los gastos del mantenimiento de la cuenta y saber latín, tenía que hacer el trabajo de los empleados del banco, de los que cada vez había menos. Y las tarjetas de crédito, con su dinero fácil y que no sé por qué tanto me recuerdan a las moscas que se usan para la pesca de la trucha, quizás por los colores. Y llegó internet, y la moda de ir eliminando el papel, y la necesidad de seguir haciendo el trabajo del banco cada cliente en su casa, impresión de las facturas que ya no llegaban incluida, y todo lo demás. En fin, inconvenientes que antes no existían, es cierto.

De acuerdo, los cajeros automáticos, en principio, son de honestidad intachable, pero algo sucede, porque me acuerdo mucho de aquel cajero de tarabica y querida.

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