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El sol en la terraza

Los últimos días de un hombre cuyas palabras, al igual que las de Heráclito, eran luz

Por la mañana hablé con Gustavo Bueno Sánchez: había levantado la niebla y lucía un hermoso sol de verano. Las impresiones médicas sobre el estado de su padre eran terribles. Ayer, al ir a despedir a Carmen a Niembro, vimos a la puerta dos carrozas mortuorias. Pensamos en lo peor, pero se trataba de una falsa alarma. No, don Gustavo no había muerto aunque se esperaba su muerte inmediata, casi al mismo tiempo que la de su mujer. La mañana del domingo, Gustavo me dijo que su padre había experimentado una ligera mejoría. Los tres últimos días no pasaba ni el agua ni se movía de su lecho, pero al fin recuperó un poco, lo habían levantado y se encontraba en la terraza de su "chalet" de Niembro, rodeado de verdor y de sol. Bajo el sol murió don Gustavo, escuchando el ligero paso del viento entre las ramas del magnolio que tantas veces Carmen y él habían contemplado juntos. La última vez que lo miraron era también un día de sol. Carmen, inmovilizada en su silla de ruedas desde hace años, le miró maternalmente: después de muchos años de matrimonio, las mujeres son como madres para sus maridos. Don Gustavo le devolvió la mirada y ambos se rieron: fue una hermosa despedida a la vida que retozaba alrededor.

Hay una apariencia trágica en estas dos muertes seguidas, la de Carmen y la de su marido dos días más tarde. Pero la historia es más hermosa que trágica. Tal vez el sol haya atenuado la tragedia o la haya convertido en algo grandioso: tan grandioso como familiar e íntimo. Dos ancianos que vivieron juntos agonizan juntos. Imposible mayor unión.

El viernes por la tarde, en el jardín de Niembro se respiraba serenidad. La tarde misma era serena y apacible. Carmen yacía en la parte más luminosa de la biblioteca, rodeada de flores blancas. En una de las habitaciones de arriba agonizaba don Gustavo. "No creemos que salga de hoy...", me dijo Gustavo hijo. Pero todavía vivió un día entero y la mañana del siguiente, como una tenaz afirmación de la vida. Don Gustavo, que criticó con la contundencia que le caracterizaba "el mito de la felicidad", uno de sus últimos grandes ensayos, recuerda a Goethe cuando Fausto le dice a su criado Wagner poco antes de recibir la primera visita de Mefistófeles: "No hallarás refrigerio alguno si no brota de tu propia vida". Gustavo Bueno hizo de su propia vida su refrigerio sin cometer los errores de Fausto. Detrás de la vida queda la obra: una familia bien trabada y la obra filosófica más importante escrita en España desde los grandes filósofos del siglo XVI, a los que él estimaba tanto y a los que menciona con frecuencia.

"Ha muerto un gigante", me dice Josefina Martínez al enterarse de la triste noticia. Bueno y Emilio Alarcos abrieron las puertas y ventanas de la Universidad de Oviedo con las únicas armas que se permitían usar: el saber. De ser una Universidad provinciana pasó a ser la Universidad en la que enseñaban Alarcos y Bueno. Después vendrían otros, pero fueron ellos quienes abrieron el camino. Los primeros desbrozadores.

Con Gustavo Bueno llegaron a Oviedo la Revolución del 68 y la Primavera de Praga con un lustro de antelación. Al obtener por oposición la cátedra de Filosofía en la Universidad de Oviedo al comienzo de los años sesenta del pasado siglo, vino para quedarse, porque le apasionaba explicar en la ciudad en la que, dos siglos antes, vivió y explicó Feijoo. El Padre Maestro fue su ejemplo reconocido y proclamado. En un texto sobre Feijoo, Azorín escribe que, de vivir en el siglo XX, Feijoo escribiría en los periódicos. Don Gustavo, en la segunda parte de su biografía intelectual, no sólo escribió en los periódicos y revistas, sino que acudió a programas de televisión no lo suficientemente serios como para que algunos con un sentido monolítico de la filosofía le calificaran de "frívolo". Pero los nuevos medios de difusión le permitieron, como a Feijoo sus escritos, desenmascarar brujos, hechiceros y malandrines. A lo largo de su ejemplar trayectoria como profesor, como escritor y como ciudadano, Gustavo Bueno mantuvo una apasionada actitud socrática. En Gustavo Bueno, Sócrates se funde en Feijoo, porque los tres, Sócrates, Feijoo y Bueno, son de la misma estirpe.

Riojano, y buen riojano sin detrimento de su profundo enraizamiento en Asturias, donde nacen sus dos últimos hijos, era hijo de un médico rural positivista y curioso de todas las cosas, que tenía el proyecto de escribir un libro enciclopédico, tarea que continuaría su hijo. Pues la filosofía no es otra cosa que la explicación primero y la interpretación a ser posible del mundo lleno de misterios que rodea al hombre. Por eso, donde Gustavo, en sus clases de Filosofía, se detenía en los presocráticos como la base de lo que vendría después. Hoy explicaba a Anaxímenes, mañana comentaba a Anaximandro, y a partir de un breve texto primordial, convertía la filosofía en un inmenso "flashback" en el que las preguntas regresaban a los orígenes. Se podría decir de él lo que Saint-John Perse escribió sobre Heráclito: "Le denominaban el Oscuro, pero sus palabras eran de luz". Y cuando, como buen riojano, tenía que hablar aún más claro, llamaba al pan, pan y al vino, vino, en la lengua en la que el pueblo se dirige a su vecino. Por lo que era un personaje molesto, tanto para el régimen anterior como para lo que vendría después y a lo que él tanto contribuyó con su ejemplo, con su magisterio y con su palabra. Al final se le criticó que continuara hablando y criticando, que no se hubiera vuelto un cortesano como tantos que, con menos méritos que él, se adhirieron a la nueva situación. Cuando era prácticamente el único catedrático de Universidad que se oponía de manera decidida al franquismo, se le consideraba un revolucionario; cuando empezó a mantener actitudes críticas frente al nuevo sistema, los mismos que habían elogiado su anterior actitud le volvieron la espalda, llamándole reaccionario. Todavía a estas alturas no se admite la independencia del intelectual.

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