La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Clave de sol

Atuendos clericales

Un soleado día de hace años, uno de mis amigos, conocido abogado, eligió un atuendo informal para dar su vespertino paseo de verano: camisa floreada, pantalones amarillos y una gorra visera de color verde. Cuando alcanzaba la puerta de la calle fue abordado por uno de sus hijos que exclamó horrorizado: "¡Papá, por favor, vas tan mal vestido que pareces un cura!".

¿Por qué semejante criterio? Habría transcurrido por lo menos una década del Concilio cuando las convenciones sobre el indumento eclesiástico avanzaban en un acelerado proceso de actualización. Un desarme general de lo consuetudinario como muestra de campechana cercanía al pueblo fiel. Hoy todo está normalizado en la diversidad.

Excepciones aparte desde luego, como los del joven vicario general, Jorge Sangrador, erudito colaborador de nuestro diario, y de Fernando Llenín, mi párroco, que ayer mismo exponía en estas columnas el primer trabajo crítico, muy interesante, sobre Gustavo Bueno. Ambos, sobrios además de elegantes. Y, según se dice, episcopables.

Si echáramos la vista atrás, hacia los primeros sesenta, en el principio del Vaticano II, lo establecido en cuestión de modas eclesiásticas (sotana, teja, manteo ocasional) solía ser rigurosamente observado por el clero. El llamado "clergyman" suponía entonces en España una modernización polémica.

Pero los prejuicios, y aún los juicios, sobre las convenciones relacionadas con lo eclesiástico se fueron enseguida como el agua en una cesta. Buena parte del clero se lanzó a la improvisación y la comodidad. La foto campestre de una reunión de sacerdotes podría pasar a veces por la de un grupo de joviales excursionistas. Tenían derecho y llega más a la gente.

Dicho sea todo con muchísimo respeto. No será este comentarista quien censure tan enriquecedor pluralismo.

Compartir el artículo

stats