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No se puede aguantar

Historia de un insoportable picor en el Campo San Francisco

No sé, no sé? ¡No se puede aguantar! Quizás, después de lo ocurrido, haya sido la última vez que yo pongo los pies en el Campo San Francisco. Para ser más preciso, en el antaño denominado Salón Bombé. No se vayan, permitan que se lo cuente tal como sucedió. Ya saben, Oviedo, durante el mes de agosto es un remanso de paz, el sitio ideal para vivir. Está todo el mundo de vacaciones, con el ombligo al aire, en las playas del Sur y Levante. Y eso que a los pobres veraneantes -lo han prohibido en muchos ayuntamientos- no les queda ni el consuelo de madrugar para bajar al arenal, clavar la sombrilla y gozar al menos de un metro cuadrado para tomar el sol. ¡Eso sí! Si consiguen poner una pica en Flandes, lo de tomar el sol será a pie firme para no ocupar demasiado espacio.

A lo que iba, fue el domingo pasado cuando los termómetros se pusieron las botas y, ¡hala, hala, a subir! El mercurio a punto de hervir, tanto que se salía del cauce. Para remediarlo pensé? Me voy al gozar de la fronda franciscana. Dicho y hecho. Por la umbría, a la sombra de los castaños de indias, caminé, avenida de Alemania arriba, en dirección a La Herradura. Una mirada a aquella chica de buen ver calzada con unos tacones de vértigo; otra a un setter blanquinegro que, con la lengua fuera, iba asfixiado a la par de su dueño; una más a un bebé llorón que, desde el carricoche, turbaba la paz de un crepúsculo achicharrante en el que los pavos reales y hasta el ánsar del Nilo, con pasaporte ovetense, habían cerrado el pico.

Total que iba ensimismado. El pensamiento vagaba a sus anchas por una mente que el calor había derretido para dejarla en punto muerto. El único fin era llegar a un lugar sombrío, con un banco a mi disposición y quedar medio amodorrado contemplando la hojarasca inmóvil; la brisa, qué mala suerte, había hecho mutis por el foro.

Lo cierto es que la felicidad, en casa del pobre, es un bien que nada dura. Eso fue lo que a mí me pasó. Estaba a punto de aletargarme cuando noté un sutil cosquilleo, allí donde la espalda pierde su buen nombre. Con disimulo, estaba sentado, metí la mano izquierda, entre el pantalón y la camisa, a la altura de la cintura, para rascarme. El picor se fue unos centímetros más abajo. Intenté olvidarlo pero qué va, no había forma, continuaba incordiando. ¡Y ahora qué!

Uno es muy púdico y, como apresurado remedio, intenté aplastar con los dedos, lo que fuese, por encima de la tela del pantalón. Desde luego que no era un insecto tradicional, parecía un tanto viscoso y escurridizo. ¡Al menos, comprobé que no era una cucaracha! Lo único que conseguí, para más inri, fue que se trasladase a un lugar más íntimo. Era una sensación extraña; se tornaba gélido o derrochaba quemazón. El picazón iba in crescendo. Además, el animalito, bicho o lo que fuera, más que agitado parecía parkinsoniano profundo. El caso es que, tal donde se había refugiado, yo estaba amarrado de pies y manos porque ¿quién es el guapo que restriega el citado lugar sin caer en la peor chabacanería?

Me incorporé. Sacudí los pies contra el suelo tan fuerte como pude. ¡Nada! Ni un solo centímetro varió su situación. Volví a saltar, ahora a pies juntos. ¡Tampoco! Bueno, al menos conseguí llamar la atención de una parejita sentada un banco más allá. Durante unos segundos dejaron de besarse y soltaron una carcajada. No me extrañó. El ridículo que estaba haciendo era espantoso.

Vencido y sin recursos, emprendí la marcha a paso marcial, más o menos, parecido al de Rajoy. Me dije, atravieso el parque y en cualquier cafetería, voy al servicio, bajo los pantalones, exploro y problema solucionado. Cómo iría de apurado, mira que me río cada vez que paso a su lado, que ni me fijé en la perpetua e inconclusa rehabilitación del quiosco de la música. Si bien, la comezón no había rebajado un ápice su intensidad, con la próxima solución del WC a la vista, el ánimo y la autoestima volvieron a hacer acto de presencia. Mas, pobre de mí. ¡Aún no sabía lo que era picor del bueno! Tal semejaban una pandilla de sabandijas en noche loca de chiringuitos.

Cerca de La Fuentona me llamó la atención el número de jóvenes, y no tan jóvenes, móvil en mano, sin perder de vista la pantalla y sin decir ni pío. Unos sentados en los bancos, otros de cuclillas en el prado, los más paseando solos o en grupo. Sin dirigirse la palabra. ¡Absortos! ¡Bárbaro! Qué más quería servidor que pasar desapercibido. Mientras tanto, el bicharraco erre que erre; ¡puff! no dejaba de reconcomer.

Mi gozo en un pozo. De pronto, todos a una, como autómatas, al igual que si de zombies se tratasen, sin levantar la cabeza, avanzaron hacia donde me encontraba. Estoy seguro que ninguno de ellos había reparado en mi presencia. De pronto, al unísono, todos dirigieron el móvil hacia mí. Atónito, sin saber por qué, de repente el cosquilleo dejo de atormentarme.

-¡Bingo! ¡Al fin te he atrapado Gyarados! Uno de los más difíciles de capturar-. Comentó en voz alta con el colega que estaba a su lado, a la vez que el resto, sin inmutarse, se alejaron en busca de más Pokemon Go.

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