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Eduardo Jordá

Ultranacionalismo

Comparación del papel de los partidos nacionalistas en la política española con el Frente Nacional francés y el UKIP del Reino Unido

Se suele decir que España es un país mucho más centrado de lo que parece, porque la crisis económica no ha creado ningún partido xenófobo ni ultranacionalista que tenga un papel relevante en la política nacional. Y es verdad que entre nosotros no hay equivalentes del Frente Nacional Francés ni del UKIP de Nigel Farage partidario de Trump y del Brexit, ni de la ultraderecha holandesa o austriaca que ha alcanzado una gran fuerza en esos países (y en muchos otros de Europa, por desgracia). Ahora bien, nuestra peculiaridad histórica, ocasionada por los largos años del franquismo que perduran en forma de un largo antifranquismo retrospectivo, es que aquí la xenofobia y el ultranacionalismo no se dirigen contra inmigrantes procedentes de distintos países y culturas, en especial la musulmana. Porque aquí, entre nosotros, el odio es endógeno en vez de exógeno, y no apunta contra la gente de fuera inmigrantes, sobre todo, sino contra la misma gente de dentro, por lo general los vecinos que forman parte del mismo país y que llevan viviendo juntos durante más de quinientos años.

Aunque disguste oírlo, aquí tenemos partidos ultranacionalistas xenófobos con muchísimos seguidores, solo que hasta ahora casi nadie se atreve a llamar ultranacionalistas xenófobos a estos partidos. Y esto es así porque el enemigo natural de nuestros ultranacionalistas no es la inmigración del tercer mundo, no; su enemigo natural es la idea de España y de todo lo español, y con ella, el ideal cívico de la convivencia real entre todos los ciudadanos, sean cuales sean sus ideas o sus creencias o sus lenguas. Nuestros ultranacionalistas de verdad, los más importantes y los que tienen más seguidores y partidarios, son los partidos independentistas o soberanistas, ya sean catalanes o vascos o gallegos. El problema es que estos partidos saben camuflar muy bien su discurso con un aire multicultural y unos programas que intentan aparentar ser todo lo contrario de lo que en el fondo son. Pero si se hace un repaso de los programas de Bildu, de ERC, del soberanismo catalán o incluso de la CUP o se repasa la ideología del fundador del PNV, Sabino Arana, hay mucha xenofobia ultranacionalista en todos esos partidos, pese a las protestas de todo lo contrario. Hace poco, el alcalde de la CUP en Arenys de Munt, Josep Manuel Ximenis, declaró que "la mentalidad castellana lleva la aceptación natural en sus genes; es decir, ser un mandado". Al alcalde de la CUP lo han expulsado del partido, sí, pero esta ideología suprematista que se parece peligrosamente al discurso de los blancos sudafricanos que impusieron el apartheid existe entre muchos votantes independentistas.

Mucha gente se resiste a aceptar la verdad, pero nuestra xenofobia y nuestro ultranacionalismo se manifiestan en términos internos y se quedan en familia, por así decir, porque se dirigen contra una especie de cuñado pelmazo e insoportable (España, lo español) al que se acusa de todos los males habidos y por haber: de ser holgazán y violento y derrochador; de ser injusto y atrabiliario; de ser incompetente y machista y homófobo; de robar las honradas ganancias de la familia con sus francachelas y negocios ruinosos, o de fomentar actividades crueles como los toros y la caza que ponen en peligro la beatífica vida familiar construida a base de ahorros y sanas actividades al aire libre. Y repito que todas esas críticas y acusaciones agrias y malhumoradas se dirigen contra España, a la que acusan de ser causante de un genocidio cultural y lingüístico, aparte de ser tiránica y opresora y ladrona y contraria a la sagrada identidad "nacional".

Si bien se mira, estos argumentos son los mismos que usan Marine Le Pen o Nigel Farage contra los inmigrantes musulmanes (o de otras culturas), a los que acusan de no formar parte de la identidad nacional, de esquilmar y de beneficiarse de los servicios sociales pagados con dinero que no es suyo, y en última instancia de imponer un modo de vida que resulta ajeno e inapropiado. Pero lo curioso del caso es que aquí, entre nosotros, los argumentos de los ultranacionalistas xenófobos cuentan con el beneplácito entusiasta de la izquierda radical, a la que no parece preocupar en absoluto la idea de convertir al pobre Karl Marx en el atribulado director de una agrupación de coros y danzas regionales. Y tocando la gaita, pobrecito.

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