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Historiador

El Paisano y la belleza

Horacio Fernández Inguanzo, legendario dirigente comunista, escribió un tratado de estética en su juventud

En la película "Novecento" (B. Bertolucci, 1976), el más conmovedor panfleto político jamás filmado, los socialistas se distinguían por cortarse la oreja delante del patrón como gesto de rebeldía y por tener agujeros en los bolsillos. A esta ya extinguida estirpe de soñadores que vivieron en coherencia con el discurso político que predicaban perteneció Horacio Fernández Inguanzo, nacido en Villanueva de Pría (Llanes) el 8 de abril de 1911, al que cabe etiquetar sin hipérbole como la resistencia al franquismo en Asturias hecha leyenda.

Perseguido durante cuatro décadas "sin desmayo", como evocara Víctor Manuel en la canción que dedicó a glosar su figura, su honestidad no fue puesta en entredicho ni por sus más acérrimos enemigos. En los atestados policiales incoados con motivo de las detenciones de las que fue objeto no figuran, ni en los interrogatorios ni en los inventarios, alusiones al fabuloso tesoro moscovita que, supuestamente, sufragaba las actividades de los revolucionarios de su calaña. Cuando fue apresado por tercera vez en Mieres, el 22 de mayo de 1969, portaba, además de un chorizo y un pedazo de pan, un paraguas, un bolígrafo, unas gafas y una cartera con 3.900 pesetas. Con un bagaje más exiguo ya había sido capturado por primera vez el 31 de octubre de 1937 en las inmediaciones de Tresviso (Cantabria), cuando se dirigía a pie, como otros republicanos derrotados, hacia la frontera francesa. En parecidas circunstancias de indigencia y acoso fue interceptado por segunda vez el 14 de octubre de 1945 cerca de Pravia, en la curva de La Malata, cuando caminaba por la vía del tren rumbo a Luarca sin más equipaje que una pistola Astra, documentación de Unión Nacional y un manoseado ejemplar de "El Manifiesto comunista".

Dada su sobriedad de carácter, la frugalidad de sus hábitos y la austeridad del modesto domicilio del popular barrio gijonés del Coto en el que consumió sus últimos días, quienes conocimos a Horacio nunca dudamos de su condición de asceta, pero distábamos de imaginar que, al menos en su juventud, cultivó una frustrada vocación de esteta. Cuando la sangre de los vencidos salpicaba los paredones de las cárceles y las tapias de los cementerios, escribió, con pulcro trazo, un breve opúsculo sobre la belleza y su antítesis, la fealdad, hasta ahora desconocido. En tiempos tan poco propicios para elucubraciones esteticistas, enmarcó sus reflexiones entre lo sublime, definido como "lo incomparablemente bello", y lo feo, caracterizado por el dirigente comunista con el oxímoron de "aquello que nos produce un placer negativo".

Quizás por analogía con la ideología a la que consagró su vida, en su inédito manuscrito definió la belleza como "aquello que nos produce un placer inmediato, puro y desinteresado", cuyo disfrute se "perfecciona con la cultura". Pese al vesánico y desalentador proceder de no pocos de sus semejantes, sostuvo que el sentimiento de lo bello era inherente a la condición humana, sin que por ello se pudiera concluir ni que la belleza gozara de una existencia objetiva, extrínseca al sujeto, ni, por el contrario, que precisara del espectador para existir. Relacionó la belleza con el arte, al que definió como "una manera de hacer", pero excluyó del ámbito de lo artístico a toda obra que no satisficiera "una necesidad del espíritu". En coherencia con una división clásica, admitió la existencia de tres tipos de belleza, a las que denominó física, espiritual y humana, que se materializan respectivamente en la naturaleza, en el espíritu humano y en las concretas realizaciones del artista.

Tras caracterizar el arte como "la naturaleza vista a través de un temperamento", sostuvo que en el pasado había venido oscilando entre la reelaboración de la realidad, con una limitada "intervención de la fantasía", y, con más virulencia en su tiempo, el radical alejamiento del mundo sensorial, de lo que se derivaban creaciones cada vez más ininteligibles o, en expresión de Ortega y Gasset, "deshumanizadas". Entre tópicas taxonomías de las distintas manifestaciones artísticas, caracterizó a la danza como "fusión de lo plástico con lo rítmico" y a la creación poética como "conjunto de sonidos articulados y significativos".

Cuando los cuerpos escuálidos de muchos asturianos, quizás el suyo propio, eran colonizados por golondrinos y sabañones, quien estaba destinado a protagonizar la resistencia al franquismo en Asturias reflexionó sobre el significado de conceptos artísticos tópicos como clasicismo y neoclasicismo, barroquismo, realismo o idealismo. También abordó con prosa contenida y pedagógica sencillez conceptual otras categorías utilizadas en la crítica textual, como la diferencia entre lo culto y lo popular, referido a la creación literaria, y lo trágico y lo cómico. Para que surgiera la risa, supuso que se requería el contraste de dos interpretaciones opuestas y equívocas de un mismo hecho. Por el contrario, vinculó la tragedia a la existencia de un combate desigual del ser humano con la adversidad.

Sin retórica vana ni discursos impostados, tanto en este manualillo como en su condición de paradigmático dirigente clandestino, Horacio predicó, como recomendaba el cardenal Cisneros, con el ejemplo. En ello fundamentó, sin alardes, su dimensión de líder carismático y símbolo del antifranquismo. Quien en vida no precisó de más seña de identidad que el escueto heterónimo de El Paisano, falleció un 21 de febrero de 1996 ligero de equipaje, como los hijos de la mar, con su vocación pedagógica e intelectual sacrificada en el altar de su filantrópica ambición política. Aun así, su más precioso e imperecedero legado, humano e ideológico, consistió en confirmar con su abnegada e irrepetible trayectoria el adagio latino nulla ethica sine aesthetica. Por eso merece la consideración de legendario.

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