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Consejero de Educación y Cultura

La cara oculta de las reválidas

La prueba que establece la LOMCE persigue la exclusión de parte de los estudiantes

Todos los esfuerzos hasta ahora realizados por una inmensa mayoría por paralizar, modificar o derogar la Ley Orgánica para la mejora de la calidad educativa (LOMCE) han resultado infructuosos. El gobierno del Partido Popular hizo oídos sordos a un clamor generalizado contra la ley de educación más contestada y reprobada de la democracia. Así que, en aplicación del calendario previsto en la propia ley, cuando finalice el presente curso académico, nos encontraremos con su implantación prácticamente completa, y con la entrada en vigor de una de sus novedades más contestadas y más perjudiciales para nuestro alumnado: las reválidas, nombre que, ciertamente, les conviene por naturaleza, por más que el legislador se cuide mucho de no utilizar tal denominación ni en la ley ni en ninguno de sus desarrollos posteriores.

En el preámbulo de la LOMCE se dice que estas pruebas -que, suponíamos olvidadas y erradicadas para siempre- constituyen una de las principales novedades del texto legal y una de las medidas llamadas a mejorar de manera más directa la calidad del sistema educativo, sobre todo por su carácter formativo y de diagnóstico. En principio, parece que no hay ningún motivo para la preocupación ni la disensión, si no fuera porque, a renglón seguido, tras esta declaración general de intenciones, el legislador desliza una serie de exigencias y condiciones que ya no dicen con ese carácter formativo y de mejora, sino con una de las pretensiones verdaderamente esenciales de la ley: la normalización de los estándares de titulación en toda España, estableciendo con inusual dureza que para la obtención del título de Graduado en Educación Secundaria Obligatoria o el título de Bachiller será necesaria la superación de la evaluación final que, en todo caso, requerirá una calificación igual o superior a 5 puntos sobre 10.

Consecuentemente, en estos momentos, estamos abocados a la aplicación de las correspondientes pruebas; sobre todo, después de conocer que entre los compromisos recientemente firmados por el Partido Popular y Ciudadanos figura la "congelación del calendario de implementación (sic) de la LOMCE, en todos aquellos aspectos que no hubiesen entrado en vigor". Obviamente, en la práctica este acuerdo se revela como inútil e inconsistente ¿Qué parte del calendario se va a paralizar, si todos los aspectos esenciales de la ley están implantados y en vigor, incluidas las reválidas, desde el día 31 de julio?

Pero uno de los aspectos más perversos de las reválidas, llamadas de manera eufemística evaluaciones finales de etapa, es que están donde no deben y se les atribuyen fines que no les corresponden. Son pruebas externas que contravienen el concepto y naturaleza de la evaluación de aprendizajes y que truncan violentamente los procesos de evaluación continua llevados a cabo por el profesorado en los centros educativos, desautorizando además una parte esencial de su labor docente: la evaluación de aquello que enseña a su alumnado. Tales pruebas, con consecuencias académicas individuales, constituyen una medida injusta y segregadora que da al traste con todo el trabajo anterior y con las posibilidades de progreso del alumno.

De otra parte, su aplicación supone una perversión del concepto de evaluación: no debemos confundir la evaluación académica del alumnado con la evaluación del sistema educativo, desde luego también necesaria, pero que se mide de otra manera y por otros procedimientos. Decir, como señala la LOMCE, que la implantación de estas pruebas tiene "un impacto de al menos dieciséis puntos de mejora de acuerdo con los criterios PISA" es sencillamente una afirmación exógena y gratuita, dado que su naturaleza, selectiva, segregadora y vinculada a la obtención de un título no está pensada para la mejora del sistema.

Todo este proceso, en sí mismo, esconde una falsedad: estas evaluaciones finales de etapa, en realidad, no son tales; son, exclusivamente, pruebas de calificación final, puras y duras, que versan sobre los elementos de contenido recogidos en los estándares de aprendizaje fijados por el Gobierno, que condicionan la obtención de un título y que se sitúan al margen de la evaluación continua y de todo el proceso de aprendizaje seguido por el alumno y valorado por el profesorado. Esto no es evaluación, es exclusión. Son las reválidas.

Las reválidas van a tener, sin duda, consecuencias muy negativas para toda la comunidad educativa (alumnado, familias, profesorado y centros educativos), y también para las Comunidades Autónomas. Fomentan el fracaso escolar y la exclusión de esa parte del alumnado con mayores dificultades y menos favorecido. Implican un gasto innecesario y un coste emocional evitable; obligan a la constitución de comisiones y a la movilización de profesorado externo durante varios días, añadiendo una tensión y una carga de trabajo innecesaria. Los centros educativos tendrán que conciliar su actividad lectiva ordinaria con la aplicación, durante al menos, cuatro días y en dos convocatorias distintas, de las reválidas que correspondan. Cargan sobre las Comunidades Autónomas todo el trabajo y responsabilidad de la realización material de las pruebas (construcción, aplicación, coordinación, constitución de tribunales, designación de profesorado externo, reclamaciones, dobles y triples correcciones, resolución de reclamaciones, etc.).

Por todo lo dicho, parece claro que estas reválidas no están orientadas a la mejora de la educación y de la calidad del sistema, sino a la selección y segregación del alumnado, con evidente desprecio de la labor del profesorado, de la autonomía curricular de los centros educativos y de los propios procesos de enseñanza, que, indefectiblemente, se orientarán a tareas de adiestramiento y preparación para la prueba, en detrimento del desarrollo de otras competencias y capacidades esenciales en la educación.

En fin, dado que contra las revalidas se ha dicho ya prácticamente todo, lo que tenemos que hacer es lograr eliminarlas. Y, la solución pasa, como desea, creo, la inmensa mayoría, por un pacto por la educación, sabiendo que no se trata solo de paralizar lo no implantado de la ley, sino de derogarla, un compromiso que firmaron todos los partidos en la anterior legislatura -a excepción, claro, del Partido Popular-, y del que ahora no se pueden desdecir.

Si, como señala la LOMCE, el alumnado es el centro y la razón de ser de la educación, deberíamos hacer lo indecible, si se me permite la paráfrasis, para que las reválidas, no tengan una segunda oportunidad sobre la tierra.

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