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Xuan Xosé Sánchez Vicente

Experiencia y literatura

Llegado a cierta edad, no es extraño que el individuo vea su entorno como un lujuriante ("lujurioso" es, ¡ay!, cosa, distinta) panorama de muchachas en flor, todas bellas y rozagantes. Y cuando repara en ello con atención cae en la cuenta de que no son tanto los atractivos sensuales y sexuales (su pelo, sus caderas, sus pechos acaso, su cintura?) de cada una de ellas lo que cautiva y encadena su mirada, sino algo más genérico: su alígero caminar, la tersura de su piel, la elasticidad de su cuerpo, el brillo de su mirada, la decisión de su paso y, en el conjunto de su figura y de su estar, una impresión de decisión y confianza en el futuro en los que no existe ni duda ni mácula. Y advierte entonces que esa admiración y la causa de la misma ya han sido expresadas por Jorge Manrique: "Decidme: la hermosura, / la gentil frescura y tez / de la cara, / el color y la blancura, / cuando viene la vejez, / ¿cuál se para? / Las mañas y ligereza / y la fuerza corporal / de juventud, / todo se torna graveza / cuando llega al arrabal / de senectud". Es aquello que fundamentalmente él ya no tiene, aquello que él y las mujeres coetáneas suyas perdieron (la gentil frescura y tez de la cara, las mañas y ligereza), lo que añora, lo que aseñarda en los objetos de su contemplación, más que los sujetos mismos. Y, por otro lado, no puede por menos de dejar de pensar, con una inevitable pesadumbre, en cómo será la vejez plena que si ese ya no ser del ahora se produce con sólo alcanzar "el arrabal de senectud".

Del mismo modo, nuestro individuo descubre que su mundo ya no es este mundo, o, dicho con mayor precisión, que una parte de su mundo ha desaparecido y ya no pervive más que en su mente, y acaso en el recuerdo de sus coetáneos o en la literatura; pero siempre de forma vaporosa, escasamente aprehensible, como aquella sombra incorpórea de su padre que Eneas quiere abrazar tras su viaje a los infiernos y que se le escapa entre los brazos ("Diciendo esto, las lágrimas le iban regando el rostro en larga vena. Tres veces porfió en rodearle el cuello con sus brazos y tres veces la sombra asida en vano se le fue de las manos lo mismo que aura leve, en todo parecida a un sueño alado"). Y si eso es su memoria, ¿qué ha de ser la de las generaciones más recientes? Y es que la memoria histórica vívida apenas alcanza más allá de un lustro (¿quién puede señalar los miembros del anterior gobierno, por ejemplo, o los ganadores de los pasados Juegos Olímpicos o recordar con precisión lo que hizo hace un mes?), y que cada nueva generación comienza su historia en torno a los 14 o 15 años y constituye lo fundamental de su mundo emocional hasta los veinte y pocos años; por eso para ellos la historia es plana, y nada les importa emparejar a Carlos I con el XVIII, a Velázquez con el XIX o las Cruzadas con el siglo V. Es más, para ellos Felipe González, si existe, es tan antiguo como Prim y no se imaginan un pasado sin televisión o un ordenador sin internet.

¿Y quién se ha de extrañar de ello? ¿No se preguntaba lo mismo Manrique cuando indagaba por la presencia de las modas que poco tiempo antes habían consistido en el no va más de la modernidad ("¿Qué fue de tanto galán, / qué de tanta invinción / como truxeron?" "¿Qué se hizo aquel dançar, / aquellas ropas chapadas / que traían?")? Pero quizás sea Fernando de Rojas quien expresa con mayor brutalidad, esto es, con mayor claridad, la volatilidad de los sucesos, la desaparición de su memoria:

"Pues los casos de admiración y venidos con gran deseo, tan presto como pasados, olvidados. Cada día vemos novedades y las oímos y las pasamos y dejamos atrás. Diminúyelas el tiempo, hácelas contingibles. ¿Qué tanto te maravillarías si dijesen: la tierra tembló o otra semejante cosa, que no olvidases luego? Así como: helado está el río, el ciego ve ya, muerto es tu padre, un rayo cayó, ganada es Granada, el Rey entra hoy, el turco es vencido, eclipse hay mañana, la puente es llevada, aquél es ya obispo, a Pedro robaron, Inés se ahorcó. ¿Qué me dirás, sino que, a tres días pasados o a la segunda vista, no hay quien de ello se maraville? Todo es así, todo pasa de esta manera, todo se olvida, todo queda atrás".

Tal vez, en rara ocasión nuestro sujeto se confunda y piense por unos minutos que aquella atención y mirada que una de aquellas flores juveniles le dedican sean otra cosa que curiosidad, delicadeza educada o, acaso, piadosa conmiseración. Debería salir pronto del engaño y traer a la memoria aquellas palabras del Marqués de Santillana: "Suspirando iba la niña, / e non por mí, / que yo bien se lo entendí".

O mejor, con Campoamor, más claro, más irónico, más rotundo: "Las hijas de las madres que amé tanto / me besan ya como se besa a un santo".

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