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Adictos al confort

La función profesional vista como condena o como significado existencial

"Somos adictos al confort", así se pronunció recientemente un holandés cuyos edificios se obstinan en ser de una audacia provocadora. Rem Koolhaas, uno de los arquitectos del momento, resume así su percepción del hombre de nuestro tiempo. Llama la atención que esta reflexión venga de alguien que se emplea a fondo en el desafío de transformar las ciudades. Sus obras, además de su firma, dejan a la vista un gran desahogo emocional.

Todo mortal tiene la natural propensión al bienestar material, aunque para conseguirla convivamos con la paradoja del esfuerzo la mayor parte del día. Restringimos la vida confortable a través de la labor diaria para ajustar cuentas con nuestras necesidades de consumo. Un coste en horas y competitividad que, incluso, puede merecer la pena.

Resulta providencial, en consecuencia, lo de encontrar en el trabajo una fuente de felicidad. Lo habitual es escuchar con un punto de amargura que hay otra vida que la laboral, si no fuera que, a través de ésta, es como se sustancian las recompensas sociales y económicas.

Sí, somos adictos a la confortabilidad, pero cada vez cuesta más conseguirla. Los gustos más refinados y la precariedad en el empleo han encarecido el costo de disfrutarla. La brecha entre exigencias y prosperidad se ha agrandado, por lo que nos asaltan las dudas razonables sobre si está a nuestro alcance el margen de mejora.

Tengo amigos que ven la función profesional como una condena y otros con un significado existencial. Estamos ante una de las variables para medir nuestro índice de satisfacción general. Un tercio, al menos, de nuestro tiempo es el que está en juego y encima no todo el mundo tiene la suerte de poder ocuparlo... y menos en algo que le motive.

Nuestros padres tenían una percepción más modesta de la calidad de vida. Su abnegación resultaría indescifrable para nuestros hijos, herederos de unos derechos adquiridos que les va a ser difícil mantener. En medio, estamos nosotros, que después de tocar el cielo con las manos hemos tenido que replantearnos la situación. Pero digo yo que será más reconfortante mirar a las renuncias de los progenitores (como hacemos nosotros) que a la prosperidad (como lo harán nuestros descendientes) a la hora de aliviarse con referencias.

Vivimos rodeados de ideas sobrevaloradas que distorsionan nuestro discurso interior. Como antídoto para buscar el equilibrio perdido, nos recomiendan las conexiones neuronales saludables: la implicación es una de ellas esté bien, mal o ni tan siquiera retribuida. El compromiso produce vibraciones positivas que nos asegura aquello que suele desestimar el universo de la inmediatez. A saber: disfrutar del camino al margen de los resultados.

Esto del confort y sus servidumbres hay que tomarlo en serio y exprimir el cerebro, en consecuencia, para separar el acomodo bueno del artificial. A este último pertenece aquél que evita todo lo que nos pueda complicar la existencia o las actitudes que nos encapsulan frente al diálogo que fuerza a ceder terreno.

Soy de los que creen que hacer lo mínimo produce unas expectativas que acaban por decepcionarte. Perder el tiempo también estresa y desgasta. La pasividad merma el optimismo y no está demostrado que te haga un ser más saludable. El limbo de los desentendidos es una especie de tierra de nadie donde los de arriba y los de los lados no se hacen acreedores de ningún sacrificio. ¡Cuánto talento estancado entre los que van por la vida en modo chillout! Se pierde interés en las cosas útiles en favor de las supuestamente admirables que nos pueden hipotecar.

Lo suyo sería reducir a escala razonable nuestro concepto de bienestar. Nos trae en cuenta crecer sin ambiciones desmedidas y no dejar de hacerlo sin el natural esfuerzo y sin que ello suponga renunciar a la singularidad de nuestra propia experiencia; desafiando la gravedad, tal y como lo hacen los edificios de Rem.

Y es que lo que nos hace infelices son las adicciones, nunca las ideas propias o el empeño por un futuro mejor. Sobre todo, si somos capaces de cuadrarlo con una puesta de sol.

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