Debatir sobre impuestos siempre resulta complejo y polémico porque, excepto en sociedades con una alta conciencia social y política, nadie los paga con gusto. Hasta los alemanes defraudan más IVA que los españoles, según un estudio divulgado esta semana. Eso sí, todo el mundo reclama después los mejores servicios, en la falsa creencia de que son otros quienes los sustentan. Nada es gratis y todo sale del bolsillo de los ciudadanos. Para comprobar la escasa conciencia sobre lo público basta con mirar cada fin de semana la falta de respeto hacia jardines o mobiliario urbano cuyo mantenimiento cuesta cientos de miles de euros. Los políticos, al disparar con pólvora ajena, tampoco asumen como un bien ontológico superior la acertada disposición de los recursos. No hace falta ahondar a estas alturas en la lista de sus despilfarros o momios magníficamente remunerados.

La legislación tributaria española es rígida, no se adapta fácilmente a los nuevos tiempos ni a las cambiantes circunstancias de la economía. Entre otras razones porque a las administraciones, la estatal, la autonómica y la municipal, sólo les preocupa una sola cosa: engordar las arcas. O como mal menor, recaudar lo mismo. Que los gravámenes que impongan repartan con equidad las cargas entre los contribuyentes no resulta prioritario. Y ésa, no otra, es la filosofía de un buen sistema fiscal. Impuestos sí, pero proporcionados y justos.

Con la crisis afloró en toda su crudeza un problema: el inadecuado mecanismo que aplican las haciendas para la valoración fiscal de las viviendas, locales y naves. Su desconexión con la realidad está penalizando ahora mismo, con el desplome de la construcción, a miles de personas que heredan o se ven forzadas a realizar una venta porque el impuesto de sucesiones, el de transmisiones patrimoniales y el de plusvalías son precisamente los principales afectados por el desbarajuste.

A efectos tributarios el precio real del inmueble sirve de poco. Los impuestos son liquidados en función de una tasación diferente que obtiene la Administración al multiplicar el valor catastral del bien por un coeficiente variable en función de su ubicación -en el caso de transmisiones y sucesiones- o de los años transcurridos entre la compra y la venta -en el caso de la plusvalía-. Así lo establecieron en su momento reguladores de épocas muy distintas ante la escasez de medios por entonces para verificar los términos verdaderos de las operaciones. ¿Quién no tiene aún presente en su memoria la normalidad con la que en España, a la hora de adquirir un piso, los promotores exigían una parte en dinero negro? Obviando con un método subjetivo de cálculo la cantidad declarada por los actores del trato, que ya se presuponía ficticia, las autonomías y los ayuntamientos pretendían garantizarse un buen bocado. Fue una solución pragmática, pero una auténtica "finta a la ley" para liberar al Fisco de la penosa tarea de conseguir pruebas directas de los engaños y sancionarlos.

En plena burbuja nadie protestó. Los contribuyentes salían favorecidos. El cálculo de la Administración tributaria quedaba muy por debajo de los precios de locura que llegaron a pagarse por una vivienda en la época dorada de los especuladores. El ciudadano se ahorraba entonces una cantidad importante en impuestos. Los gobiernos regionales y los ayuntamientos, en teoría perjudicados, miraban para otro lado porque lo compensaban con creces con las licencias de construcción. La crisis dio la vuelta a la tortilla. Ahora ocurre lo contrario.

Otro agravio. Una vivienda impecable y reformada tributa lo mismo que otra en pésimo estado ubicada en el mismo lugar. El Catastro, la base establecida para el cálculo, no hace el tipo de distinciones que sí son importantes para vendedor y comprador a la hora de pactar un precio. La vida cotidiana camina por un sitio y la administrativa por otro. Y en el colmo de las paradojas, hoy los ayuntamientos recaudan más por plusvalías que en pleno boom del ladrillo, un contrasentido. Por algo este impuesto, junto con el IBI, ha servido de sostén de los ingresos municipales durante el terremoto de la recesión.

La doctrina del Tribunal Superior de Justicia de Asturias conocida esta semana marca el camino para rectificar las anomalías a favor del contribuyente. La región se suma así a una cadena de sentencias precedentes de otras magistraturas en la misma línea. El escandaloso desajuste está causando una alta litigiosidad pese al efecto disuasorio en costes y trámites de lanzarse a pleitear. Una prueba de que algo no funciona en el sistema tributario, necesitado de una reforma.

España recolecta en tributos en relación a su PIB uno de los menores porcentajes de la UE, pero mantiene un IRPF y un impuesto de sociedades a la cabeza de las economías desarrolladas. Tipos altos, recaudación baja: existe un claro problema de eficiencia. No sólo el fraude justifica la diferencia. La maraña legal de exenciones y bonificaciones merma las bases imponibles, llena de recovecos el acto impositivo, facilita la ingeniería fiscal agresiva de los grandes contribuyentes y sirve en bandeja vías de elusión a quien no depende de una nómina. Los asalariados, como siempre, carecen de escapatoria.