En épocas de confusión, los clásicos recurrían al oráculo. En España, un país confundido donde los gobernantes son incapaces de llegar a acuerdos que permitan formar gobierno, existe una suerte de esfinge que suele terciar en cada tormenta política desde el estrado de su pasada relevancia. Se trata de Felipe González, para muchos el líder político más consistente de la reciente época democrática. Los expresidentes de gobierno son jarrones chinos que quien manda no sabe dónde colocar para que luzcan sin que molesten. Felipe es dinastía Ming, el pedigrí más cotizado de la cerámica nacional: por eso se acude a su consulta en momentos de zozobra o pontifica sin que se reclame su opinión si lo considera justo y necesario. González acaba de someter al escrutinio público una propuesta interesante: que no concurra a las urnas ninguno de los líderes de los grandes partidos si hay que llegar a unas terceras elecciones. Seguramente la mayoría de los ciudadanos estaría de acuerdo con esta filípica; pero ¿serviría para algo mandar a Rajoy de regreso al Registro de la Propiedad en Santa Pola; a Sánchez a las pachangas del veintiuno en una cancha de baloncesto? Seguramente, no. El resultado sería idéntico con otros candidatos porque el problema no son las personas, sino las organizaciones que las sustentan. González debería llegar un paso más allá: liquidar el actual sistema de partidos políticos e inventar otros nuevos si se llega a la tozudez de una tercera convocatoria electoral.