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La sensatez de Maimónides

Allá por el siglo XII, el médico cordobés Maimónides, rabino y teólogo judío de al-Ándalus, afirmaba lo siguiente al referirse a su formación galenista: "Hay que ser moderado en todo, pero insaciable en mi amor por la ciencia".

Viene esto a colación dado que existe una cierta disonancia entre los que creen en la aplicación del análisis racional y los que se aferran a ideologías dogmáticas, mostrándose éstos escépticos con todo lo que contradiga sus indemostrables convicciones. Las verdades del primer grupo están abiertas a revisión, corrección o incluso rechazo, las del segundo son incuestionables e inamovibles. Con estas premisas, ambas posturas parecen irreconciliables, por no decir antagónicas.

No cabe duda que las teorías científicas permiten explicar, cada vez más y mejor, la realidad del universo; pero no es menos cierto que la argumentación de alguna de ellas suscita recelos -a veces con animadversión- entre las filosofías fundamentalistas. Las sociedades modernas, aunque cimentadas cada vez más en el laicismo, defienden la tolerancia entre estas dos formas de entender la vida.

Fueron habituales las resistencias de las ortodoxias al avance de las técnicas basadas en la razón, pues en el fondo veían amenazado su poder. Con la modernidad las diferencias no desaparecieron, siendo bastante patente en los ámbitos donde el saber presenta un superior grado de florecimiento.

¿Cómo explicar la confrontación entre estas dos maneras de pensar? Se han esgrimido varias causas.

Una de ellas postula que algunos descubrimientos echan por tierra fenómenos naturales considerados misteriosos. Asumidos antaño por las religiones -de manera muy notable en el caso de la islámica, que rechaza sistemáticamente las leyes de la naturaleza- como promovidos por la acción de un ser superior, se quiebra tal hechizo al poder ser demostrados con sencillas leyes, sin necesidad de invocar la intervención de un numen cualquiera.

Otra explicación plausible apela al hecho de que la Tierra y el género humano hayan dejado de ser el ombligo del mundo. El sistema planetario pasa a ser un número infinitesimal más dentro de las millones de galaxias existentes y el hombre abandona ser el centro de la vida para erigirse en un producto más de la evolución -aunque en un estadio muy avanzado-, surgido a partir de otros seres primigenios más simples, y no de un soplo divino como se predica.

Con el enorme nivel de progreso alcanzado, cuesta trabajo admitir que existan aún personas que pongan en duda, por ejemplo, las teorías evolutivas; suele ocurrir esto en sectores, altamente imbuidos por doctrinas intoxicantes, que explican de manera torticera los avances científicos cuando contradicen sus credos. Por otro lado, aunque no se excluyen del asunto algunas sociedades desarrolladas, en el mundo islámico (caso flagrante el de Pakistán) es proverbial la existencia de leyes que castigan con severidad actuaciones contrarias a la fe oficial, de manera especial la apostasía o la blasfemia.

Parece entonces que las corrientes llamadas tradicionales siguen caminos dispares respecto a las racionales, coaccionando aquéllas la actividad investigadora basada en el raciocinio, de manera especial cuando ésta bordea límites moralmente escabrosos. Un científico traicionaría su condición de tal si contrapusiera en el desarrollo de sus pesquisas la utilidad moral de las mismas o una acción sobrenatural.

No tengo certeza absoluta de si la religión ha tenido un impacto negativo para la humanidad, como preconizan algunos pensadores, pero ante un mundo jaculatorio yo comparto la cordura del pensamiento de Maimónides, a pesar de su avidez.

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