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Soserías

Aleluya del pantalón corto

Una despedida del verano llena de tristeza y nostalgia

Se va muriendo el verano y con él los aromas de las flores y el despertar risueño poblado de trinos y cantos de las aves, etcétera... A los poetas les ha dado mucha gloria el paso de las estaciones y esta que transita del verano al otoño cuenta con el homenaje de toda la métrica. No creo que haya un solo poeta que no le haya dedicado valiosos testimonios de su estro, sobre todo sonetos, siempre bien labrados con rima de suspiros.

Mi pluma, ay, es más de prosa áspera y dada a la observación de asuntos banales, de menores vuelos. A mí lo que en esta hora de la despedida del verano me llena de dolor, de tristeza y de una nostalgia infinita es el luctuoso acontecimiento que va a ocurrir en breve: la desaparición de plazas, jardines y calles de esos pantalones cortos que han lucido las jovencitas en estos meses de calor y de olor a claveles, rosas y hortensias.

¿Se ha concebido alguna vez en la historia una prenda más logradamente estética, galante, erótica, juvenil y animosa?, ¿una prenda más evocadora?, ¿más suavemente lujuriosa? Es, además, escueta como un piropo y desafiante como un día dorado.

Dejan al desnudo las piernas justo en el momento en que éstas se convierten en fragmentos de asombro y admiración. Es probable que a un paseante poco atento le parezcan todas iguales. Y sin embargo, ay, el caminante minucioso, el que sabe valorar las nimiedades como el orfebre aprecia la calidad del oro o de la plata, ese -amigo lector- advertirá que todas, siendo parecidas, son distintas entre sí, dotadas de mil destellos, de mil curvaturas, de mil tonalidades, de mil matices en la conformación de la carne dorada por el sol y embellecida por las cremas suaves. Semejan olas de un mar bravío, todas diferentes en sus espumas y sus sonidos.

Se convendrá conmigo que lo poco que de armonía hay en el mundo está en esas piernas desnudas que traen aromas de mar y sales, que evocan húmedas sombras y crepúsculos sagrados y que ahora, cuando están desapareciendo del paisaje, son como el anuncio callado del declinar sin piedad del verano.

¿Hay vivencia estética más apreciable que esa pierna grácil que baja hacia el tobillo con naturalidad y que, si la escuchamos, cuenta historias de mil colores, de cristales descompuestos en múltiples paraísos remotos?

Cuando avanzan por las aceras, el entrechocar de tacones destapa un reguero de miradas que difunden un rimero de misterios desperdigados, a veces -las menos- obscenos.

Son tersas y pulidas, son blancas, morenas o negras, y van en permanente proclama de una lisura que llena los espacios de suspiros admirativos, musicales y luminosamente carnales.

Dejan, en fin, en el suelo huellas como besos y emociones que acaban formando atrevidos itinerarios en los que la imaginación se complace y enriquece.

Y pensar que en breve toda esa hermosura se apagará como una música que nos abandona y quedará envuelta en unos leotardos o, peor ¡en unos leggins! ¡qué horror!, ¡qué derrota!

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