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Daniel Capó

La quimera

Durante la II Guerra Mundial, el escritor y periodista de origen húngaro Arthur Koestler publicó una serie de artículos en "The New York Times" en los que intentaba explicar al lector americano el porqué de la contienda. "En esta guerra apuntaba luchamos contra una mentira total en nombre de una verdad a medias. Sin duda, se trata de una proposición más modesta que las habituales, pero si la aceptamos de forma provisional, el presente nos resultará menos confuso y el futuro menos deprimente". Lo cierto es que el debate entre la barbarie y la civilización no es algo muy distinto a lo que argumentaba Koestler sobre la guerra. La democracia es, precisamente, un mundo imperfecto que convierte su debilidad en fortaleza. Sabemos que el actual modelo económico resulta en gran medida injusto, pero también que cualquier otro sistema la autarquía, el comunismo, el neoliberalismo sin normas ni límites sería mucho peor. Sabemos que el parlamentarismo representa de un modo mediatizado la voluntad de la ciudadanía, pero también que el abuso de la democracia directa conduce al populismo y a la continua manipulación de las masas. Sabemos que la corrupción forma parte habitual de la partitocracia; sin embargo, en una dictadura o bajo un tipo de gobierno más autoritario, los controles de poder serían muy inferiores. La imperfección democrática permite abrirnos al futuro con un variado abanico de matices, colores y oportunidades. El populismo y las utopías, en cambio, quedan anclados en una única alternativa, que por lo general suele crear división (buenos y malos, casta y pueblo, amigos y enemigos...).

Los fanáticos gozan de la ventaja de la fe. Sus creencias son simples y casi siempre primarias; no obstante, alimentan la fuerza de sus emociones, aunque sea bajo el disfraz de los más altos ideales. Las convicciones de los demócratas, por otra parte, resultan mucho más volátiles e indecisas. Frente al Estado ideal, sólo pueden ofrecer las continuas deficiencias de un sistema que dista de ser perfecto, pero que a cambio admite mejoras continuas. Parafraseando al economista Tyler Cowen, el éxito de la democracia estriba en su capacidad de realizar pequeñas reformas marginales que van, poco a poco, asentando el progreso, la libertad y los derechos de los ciudadanos. La democracia constituye la antítesis del pensamiento quimérico, precisamente porque sabe ser irreverente con los dogmas, ya sean religiosos, nacionales o ideológicos. Por eso, cuando nuestra clase política insiste en "democratizar la democracia", o nos habla de una "democracia de baja calidad" o alimenta una retórica frentista, no queda otra posibilidad que ser conscientes de que se dirigen a nosotros desde una posición de pretendida superioridad de la que debemos desconfiar.

En un debate que tuvo lugar hace años entre Miguel Herrero de Miñón, uno de los padres de la Constitución española, y el filósofo del Derecho Norberto Bobbio, el político español observó que es de ilusos pensar que, una vez ganada la democracia, ésta se encuentre consolidada para siempre. Al contrario, su posición sería la de un oasis en medio del desierto: siempre expuesto a las tormentas de arena y a las inclemencias del tiempo. Ese azote continuado del populismo lo constatamos casi a diario, no sólo en España sino en toda Europa y en los Estados Unidos. Josep Pla decía que, cuando uno se encuentra con un predicador, lo mejor que puede hacer es agarrar bien la cartera y salir corriendo. Del mismo modo hoy, cuando nos topemos con los vendedores de quimeras más nos vale pasar de largo. Por supuesto, como decía Koestler, nuestra pequeña verdad democrática sólo es una verdad a medias; pero la suya sencillamente es una ficción.

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