La excursión se presentaba incierta como el reinado de Witiza. El día anterior un frente había traído marcas pluviométricas extraordinarias y fotografías periodísticas de algunos vecinos navegando en esquife hinchable por zonas urbanas. La llegada al parador de Corias, confortable campamento base, se produjo bajo lo que sin duda eran los prolegómenos de un nuevo diluvio universal. El expedicionario encargado de la logística para la cena juraba haber cumplido su cometido con precisión, pero resultó haber hecho la reserva en el parador de Cangas de Onís, como hubo de confesar más tarde, mancillado por la carcajada general. Un oso había aparecido tristemente muerto en una cuneta cerca de Moal.

Al amanecer el monte humea por la niebla y un orvallo debilitado cede el paso a un sol tibio, pero confiado. La tierra, agostada tras el largo y seco estiaje, empapada ahora con el agua caída, esparce por todas partes, agradecida, los vivificantes aromas de la humedad fértil. Las vacas, recién lavadas, mantienen su mirada indagadora, aunque aparentemente perdida, con su eterna paciencia de rumiantes. Algún expedicionario, rompiendo el orden de marcha, decide ir desde Cangas del Narcea hasta Moal por Leitariegos. Es cierto que nada hay imposible, pero no todo lo posible resulta conveniente, claro. Los teléfonos móviles, lidiando con la azarosa cobertura, permiten sin embargo que el pelotón se reunifique.

Los asturianos somos resolutivos, reflexionamos pero no especulamos. La pregunta sobre si abrirá o no abrirá es, cuando mucho, una conversación de cortesía para foráneos. Nosotros siempre vamos, abra o no abra, y una vez allí arrostramos lo que toque, con espíritu burlón y decidido. No vamos sin pensar, locos y vanos como nos moteja la vecindad y la tradición. Solemos ir conscientes y serenos, pero no especulamos. Vamos y punto, porque lo exige nuestra apabullante geografía, en la que siempre ha resultado muy difícil sobrevivir sin coraje, sin lealtad, sin capacidad de sacrificio y sin solidaridad entre los vecinos. Basta atravesar el puerto del Connio en invierno, por lo menos una vez en la vida, para averiguarlo. Así pues, los excursionistas llegan a Tablizas a la hora acordada y son recibidos por Verónica y Elvira, quienes protegen y divulgan los secretos del bosque de Muniellos con cómplice amabilidad.

El padre roble, consciente de su fuerza y bien enraizado en la tierra, eleva sus copas cobijadoras y dominantes sobre los demás, pero deja crecer a todos. Poco a poco cogemos el ritmo del camino, rodeados del hablador silencio de la naturaleza. La lluvia caída nos regala una atmósfera límpida, casi mágica, el rumor de agua abundante y menos moscas y mosquitos de lo habitual, lo que hace más seductor, si cabe, nuestro deambular. La omnipresencia de los líquenes certifica la pureza del aire. Allí, el abedul, cuya nervuda raíz todo lo sujeta y cuya madera preferían nuestros antecesores para hacer madreñas. Aquí, el haya y el arce. Más allá, el avellano. Por todas partes, un estallido de hongos y rastros de los mustélidos que habitan el bosque, a quienes nuestra conversación y movimiento invitan a ser discretos. Tan sólo las babosas, enormes y a la vista, atraviesan parsimoniosas, aparentemente ajenas a cuanto les rodea, la senda que recorremos. Más allá, el serval de los cazadores, con el rojo fruto que los pájaros deberían evitar, si supieran lo que les conviene.

Un inmenso paraíso vegetal que lo hizo todo posible. Desde la construcción de nuestra Armada Invencible hasta los modos de vida de los tixileiros, habitantes de la cercana frontera entre los concejos de Ibias y Degaña, por ejemplo.

Los andariegos regresan a Tablizas oxigenados, cansados e inclinados a la contemplación extasiada de la agreste belleza del monte y a la serenidad de espíritu. Suben, ya a deshora, al centro de interpretación. Donde no interpretan nada, pero comen y beben tan guapamente las viandas acarreadas en sus mochilas, sentados a unas mesas de merendero que se cobijan bajo el edificio. Mientras se relajan vuelve a lloviznar, como si el monte supiera que ya han terminado el paseo. Al rato, dejando atrás la maravilla, se desperezan y reanudan la marcha en busca de abrigo y letargo.

Declina la tarde cuando los caminantes, aconsejados por Verónica y Elvira, se dirigen a la sidrería Narcea, donde son hospitalariamente recibidos por Javier, como es norma en Cangas del Narcea, y sentados a una mesa espaciosa para cenar inmoderadamente, sagrada liturgia astur. Es inevitable, dados los estímulos que en diabólica secuencia van apareciendo como por ensalmo: el agua, el buen pan, el vino de Cangas, la excelente sidra, los sabrosos frutos de la vega del Narcea, de las mejores del mundo hablando con mucha contención, las viandas "hechas en casa", etcétera. Los caminantes sucumben a la tentación, sin demasiado remordimiento, y entablan una agradable conversación que, además de reír las incidencias de la jornada, lleva a algunas inteligencias. Porque desde la lejanía de estas fragosidades se gana perspectiva sobre la vida atosigada y superficial que la época trata de imponernos.

Muniellos enseña lo que fuimos, lo que somos y lo que, sin duda, seremos. Enseña que las vísperas inciertas anteceden a días estupendos, si nos atrevemos y no abandonamos la esperanza, motivo del esfuerzo para mejorar. Incluso para mejorarnos, que es, por supuesto, el más difícil todavía. Enseña que si observamos la naturaleza con atención podemos ser sabios y creativos; enseña que si miramos lejos, por encima de la montaña, podemos ver horizontes despejados; enseña que si cuidamos los unos de los otros podemos ser invencibles. Muniellos espabila a los urbanitas esclavos del artificio tecnológico, que nos volverá analfabetos funcionales si le dejamos. Se dice, en buena parte con razón, que si se apagara el sistema satelitario de posicionamiento global, nadie sabría ya dónde está. Pero también es posible saberlo mirando al agua, a los árboles y preguntando a los demás. Lo que es más amable, igual de preciso y mucho más enriquecedor.

¡Señoras y señores, pasen y vean! No se arrepentirán y además comprenderán mejor el espíritu de la Descarga de Cangas del Narcea.