Es un hecho bien constatado que los grandes depósitos de agua embalsada provocan terremotos, cuyo origen se vincula a las variaciones del nivel de las aguas. Este fenómeno se confirmó durante el llenado de algunos pantanos a lo largo del siglo XX.

La primera observación de estos movimientos telúricos creados de manera artificial fue puesta de manifiesto en Colorado (EE UU) a mediados del pasado siglo. Pero la gravedad del problema se detectó en el año 1967 cuando, en los aledaños de la represa de Koyna (La India) -una zona considerada como asísmica- se registró una fuerte sacudida de magnitud 6,3, estimada ya muy peligrosa. El asunto es especialmente habitual en las grandes acumulaciones hídricas, tales como la de Oroville (California), con una magnitud sísmica máxima de 5,7, o en la de Asuán (Egipto), con 5,3.

Esta sismicidad inducida se manifiesta, sobre todo, durante la carga de los almacenes acuosos, con una coincidencia temporal entre dicho colmado y la generación de los primeros temblores. No obstante, existe una respuesta variada -en función del contexto geológico del entorno-, ya que hay reservorios en los que la aparición de sismos ha sido una reacción prácticamente inmediata (apenas unos días), mientras que en otros casos el retardo en su generación ha sido de varios años, o incluso no se manifestaron jamás.

Desde el punto de vista de la mecánica de rocas y de la geología estructural, los terremotos inducidos constituyen eventos relativamente sencillos de explicar, teniendo en cuenta que la corteza continental está sometida a un estado tensional que la sitúa al borde de la ruptura. En estas condiciones cualquier perturbación sobre el campo de esfuerzos puede modificarlo y accionar determinadas fallas tectónicas situadas en las proximidades.

Así pues, la causa de tales acaecimientos físicos es la colmatación, o un vaciado rápido, de estas obras de ingeniería, lo que modifica la distribución de las presiones en el lugar, especialmente las debidas a la enorme carga producida por la columna de agua -el dato más conocido-, y al incremento de lo que se conoce como presión de poros. La primera parece ser la responsable de la sismicidad de respuesta rápida, mientras que la segunda juega un papel predominante en la demorada. Dado que en la mayoría de estas infraestructuras de almacenamiento coexisten ambas tipologías, parece confirmarse que la aparición de dichas acciones geológicas -que pueden llegar a ocasionar peligrosos desprendimientos de rocas en las laderas- deben ser atribuidas mayoritariamente al resultado de la acción conjunta de ambos factores.

En España son conocidos este tipo de episodios, entre otros, en las presas de Camarillas (Albacete) y La Almendra (Zamora) -está última con una cerrada de altura cercana a los 200 metros- allá por la década de los años 70; en ambas se produjeron sucesos de intensidad inferior a 4 grados en la escala Richter que desaparecieron con posterioridad. Especial intensidad es la localizada en el entorno del pantano de Itoiz (Navarra) -con una capacidad de 418 hectómetros cuadrados y una cerrada de 135 metros-, donde a partir de mediados de septiembre de 2004 se desencadenó una importante anomalía sísmica en las inmediaciones del mismo (localidades de Lizoain y Urroz), desplazándose con posterioridad los focos hacía en interior del propio vaso.

En Asturias existen embalses de cierta envergadura, caso de los de Salime, Doiras, Tanes-Rioseco, Arbón o La Barca. Los dos primeros citados, ubicados en el río Navia, presentan un aforo de 266 y 119 hectómetros cúbicos, respectivamente, bastante superior al resto de los citados. Por suerte, se desconocen epicentros relacionados con ellos, aunque cuando se inauguraron (años 1954 y 1934) no se disponía de los medios técnicos (sismógrafos) adecuados.