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Magistrado

Tiempos tecnológicos, tiempos deshumanizados

Lo regresivo y pernicioso que resulta sustituir a una persona por una fría máquina; un claro retroceso en las conductas de sociabilidad

Sin ser Bob Dylan y sin merecer premio alguno, coincido en que los tiempos están cambiando, al menos, en cuanto corren tiempos de deshumanización en los servicios prestados por profesionales y empresarios.

Soy consciente de los beneficios de los adelantos tecnológicos, pero confieso que el pasado fin de semana me quedé perplejo al asistir con mis hijos al establecimiento de una multinacional de la hamburguesa y comprobar que ya no te atiende el pedido un empleado con gorrita tras un mostrador, sino que hay que dirigirse antes a una máquina que va dando opciones (lechuga, salsa, tipo de pan, tamaño, etcétera) y el cliente va elaborando su propio pedido hasta que finalmente lo abona en la máquina; luego el cliente presenta el tique en el mostrador donde le espera la cola para recibir su pedido.

Supongo que con esta medida se ahorran sueldos de empleados y además se evita culpar a los camareros de los errores en los pedidos, pero también intuyo que cuando decide un niño tecleando con su dedito ávido su propio menú, el jueguecito lleva a consumir más y más caro para el cliente.

El precio de esta tecnología en el ámbito de la hostelería que es el foro clásico de debate y tertulia, con saludo cómplice al camarero, es que se deshumaniza la relación con el cliente. Suele decirse que el mejor psiquiatra es un camarero atento tras un par de copas en soledad, y me temo que las máquinas no podrán sustituirle.

El problema radica en que ya estaba familiarizado con los cajeros automáticos (que evitan entrar en las sucursales donde acecha el peligro de productos financieros e incluso cacerolas como anzuelo envenenado) y ahora también he tenido que trabar relación con la máquina expendedora en la estación de autobuses e incluso en una gasolinera. En ambos casos estuve en trance de sufrir un colapso de impotencia por no conseguir el premio de recibir el servicio que intentaba pagar.

Van desapareciendo las personas y sustituyéndose por máquinas.

No quisiera parecer un ludita, aquellos artesanos británicos que en los inicios de la Revolución Industrial en el siglo XIX temían quedarse sin trabajo y destruían las máquinas. Sin embargo, lamento que los infantes y adolescentes de principios del siglo XXI, no sólo se acostumbran a estar pegados a artilugios tecnológicos, a tener su móvil o tableta, sino que incluso esa mínima relación social en la compraventa les priva de la oportunidad del contacto humano, les niega la ocasión de cambiar impresiones y empatizar con un trabajador, y que les priva de ese modesto placer y saludable práctica educativa de saludar o dar las gracias a una persona, porque las máquinas son mudas o con voz metálica. ¿Acaso no es bueno el contacto visual entre cliente y tendero?, ¿no nos explicamos mejor ante un rostro que ante una máquina?, ¿debemos extinguir esta relación emocional entre cliente y profesional en tiempos en que avanzamos hacia la autosuficiencia en el castillo del hogar con ordenador y televisión como únicas ventanas hacia el exterior?

Cuando vemos esa lucecita roja en las máquinas expendedoras de bebida que nos anuncia que se han agotado, realmente fue una idea del fabricante para evitar que, cuando no salía la botella, el cliente la emprendiese a patadas. Ni siquiera se da al cliente el derecho al pataleo.

En fin, que el avance tecnológico en las relaciones comerciales que admito a regañadientes como sucedáneo práctico es el popular isidrín, que permite escanciar en la mesa "al gusto". En cambio, todo lo que sea sustituir a una persona por una fría máquina, por mucha lucecita que ofrezca, me parece regresivo y pernicioso. Se trata de un retroceso en las conductas de sociabilidad y de ahí a encerrarnos en el mutismo y el cabreo solitario hay un paso.

Quizá me estoy haciendo viejo y me temo que cuando lo sea tendré alguna máquina con teclas para indicarme la pastilla que debo tomar, para ver el documental que me apetezca o para saludar desde la pantalla a mis hijos que estarán al otro lado del globo enfrascados en otro artilugio más avanzado. El problema será como recordaré qué tecla tocar, pero seguro que hay otra maquinita para ello. O quizás una maquinita para apagarme.

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