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Hoteles y ketchup

La inmensa mayoría de los hoteles son hoy espacios extraterritoriales, quiero decir, despegados del entorno en el que se encuentran y así no extraña que se hable de las "cadenas de hoteles" porque están ligados y vertebrados por una cadena que tendrá su principio y su fin, sus economías internas y sus economías externas pero que es al fin y al cabo "cadena" es decir, eslabones entrelazados entre sí, bajo una misma dirección con su lógica ajena a los elementos que conforman el espacio exterior. Tienen, como si dijéramos, su líquido amniótico que les aísla y, supongo, les protege.

Cualquiera lo habrá observado en esos viajes que hacemos para recorrer ciento veinte museos a la hora. Del desayuno austero que se practicaba en el pasado, el cafecito con leche y el bollo o la media tostada con mermelada o mantequilla, hemos pasado a desayunos de príncipe oriental, con una oferta variadísima de panes, de mermeladas, de quesos, de embutidos ... Ahora bien, iguales siempre, es indiferente que hayamos visto la raya de la aurora en Segovia o en Berlín.

En vano buscará el huésped la repostería o el embutido especial del lugar o el queso específico que se está confeccionando en un pueblo a pocos kilómetros de distancia. En Valencia, verbigracia, hacen unas empanadillas rellenas de boniato que son deliciosas, únicas, de una textura esmerada y original: años llevo pidiendo que las incluyan en el menú del desayuno de un hotel lujoso al que acudo algunos -ay, pocos- días al año. Es inútil. Tendré la tarta de manzana o la sachertorte vienesa y el jamón del condado de York, el queso brie francés, el pan alemán y todo un festival de halagos fructuosos al paladar pero los mismas que encontraría en Venecia, en Hamburgo o en Lugo.

A anotar una perversión especial: las alubias aderezadas con una salsa abominable de una sustancia que se conoce con el nombre de ketchup. Al parecer es esta depravación culinaria alimento de anglosajones, de esos desdichados sujetos que habitan mundos abandonados por el amor gastronómico de los dioses, personas que deberían vivir entre congojas y expiando sus creaciones culinarias en infiernos oscuros, allá donde el fuego compite con el hielo a la hora de procurar desdichas a los condenados.

Pues bien, por donde vaya el viajero será inevitable dar con el tormento de estas alubias con el ketchup, lo que en un país como España es una ofensa humillante -y aun provocadora- a cocineros y gentes ilustres del fogón. Porque España, un respeto, es el país de la fabada y de otros guisos centrados en las alubias, guisos distinguidos, blasonados, primorosamente pensados y ejecutados. ¿Pues qué decir de Francia donde se disfruta el cassoulet? Con ese pato dentro que está feliz y ufano al haber muerto por una causa justa: la de aderezar el cassoulet. Y lo mismo puede decirse de la salchicha que pregona a un tiempo sencillez, embrujo y aura popular.

Se me dirá que turistas procedentes de esos países afligidos por el ketchup y las alubias son muchos y preciso es atender sus gustos. Mi argumento es el contrario: a esas infortunadas personas debe proporcionárseles un descanso en el consumo de tan malhadada ocurrencia y darles la oportunidad de disfrutar un manjar español confeccionado a base de alubias. Si así procedemos, es probable que consigamos rescatar para el buen gusto a muchos anglosajones que perderían así el aspecto macilento y malhumorado que es fama acompaña a quien se desayuna con alubias y ketchup.

Y además, habremos hecho algo para evitar que los hoteles sean esos espacios extraterritoriales de los que hablaba al principio, embajadas sin alma, cuerpos sin sombra, fuentes con el agua prestada de un arroyo lejano.

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