Si preguntásemos a los lectores que relataran un listado de personalidades españolas cuya aportación científica o tecnológica pueda ser calificada de excelente, seguramente citarían a Santiago Ramón y Cajal, Severo Ochoa y quizá algunos pocos más.

Sin embargo, si nos retrotraemos en el tiempo, durante la dilatada etapa del califato de Córdoba se consolidó una importantísima corriente de saber, la más relevante del orbe en la Edad Media -mientras que el resto de Europa estaba sumido en el sueño de los justos-. En este esplendoroso foco cultural de al-Ándalus se distinguen dos personajes cordobeses: el polifacético Averroes, probablemente el español que mayor influjo ejerció en el conocimiento humano, y el médico Maimónides, cuya obra fue transcrita al latín. Las obras griegas traducidas al árabe y las originales de los sabios del califato Omeya fueron reproducidas en latín o castellano gracias a la paciente labor de los monjes de los monasterios y abadías medievales, lo que coadyuvó a la conservación de los textos y a su propagación en la civilización occidental.

Así pues, no resulta descabellado admitir que muchos hombres de ciencia del Renacimiento se vieran beneficiados en sus indagaciones -de manera singular las basadas en geometría, álgebra, astronomía o medicina-, por el minucioso legado de los monjes copistas (en buena parte, trabajo realizado bajo el conocido precepto de "ora et labora") que recorría la Europa culta de la época.

Durante el Renacimiento, junto a los clásicos "revolucionarios" del pensamiento (Copérnico, Paracelso, Bacon o Galileo), se significa el aragonés Miguel Servet (1511-1553), erudito que pasó a la historia de la Medicina por sus descubrimientos sobre la circulación pulmonar descrita en su obra cumbre "La restitución del cristianismo". Un contemporáneo suyo, el galeno segoviano Andrés Laguna (1510-1559), fue un avezado anatomista y un opositor enérgico a los rezagados de la superstición.

Entre finales del siglo XIX y mediados del XX, aparecen en la escena nacional un grupo de ingenieros artífices de un amplio y prestigioso historial tecnológico. Conforman este cuadro de honor: Isaac Peral (1851-1895), científico y militar, creador de un innovador "torpedero submarino", además de otras patentes (acumulador eléctrico para naves, ascensor eléctrico, proyector de luz). Leonardo Torres Quevedo (1852-1936), ingeniero de Caminos, matemático e inventor, en cuyo haber figuran notorios hallazgos aeronáuticos (nuevos tipos de dirigibles), de transbordadores, telecontrol, máquinas analógicas de cálculo, puntero láser, etc. Juan de la Cierva (1895-1936), asimismo ingeniero de caminos con acusada vocación aeronáutica, diseñó un tipo de aeronave con hélice frontal donde las habituales alas sustentadoras eran reemplazadas por unas palas giratorias; se trataba del prototipo del autogiro, que tras significativas modificaciones consiguió un modelo que perduró hasta ser desplazado por la aparición del helicóptero. Alejandro Goicoechea (1895-1984) comenzó su carrera profesional como ingeniero del Ejército, pero se retiró temporalmente de la vida castrense para trabajar en una compañía ferroviaria, donde abordó el importante proyecto de un tren articulado: el Talgo.

Dos fueron los premios Nobel concedidos a científicos españoles, uno al aragonés Ramón y Cajal (1906) y otro al asturiano Ochoa (1959), ambos en Fisiología y Medicina. Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), médico especializado en Histología y Anatomía patológica, recibió el galardón por sus aportaciones al conocimiento de la estructura del sistema nervioso. Severo Ochoa de Albornoz (1905-1993), doctor en Medicina e investigador polifacético en Bioquímica y Biología Molecular, descolló por sus contribuciones a la enzimología metabólica, síntesis del ácido ribonucleico y al desciframiento del código genético.

En la actualidad, entre los científicos con mejor cartel internacional, sobresalen estos cinco:

Margarita Salas (Canero, Asturias, 1938), doctora en Química y discípula de Severo Ochoa, especialista destacada en las mismas disciplinas que su maestro. Mariano Barbacit (1949), también doctor en Química, se dedica a la Bioquímica práctica, consiguiendo aislar un oncogén capaz de causar cáncer. Avelino Corma (1951), igualmente doctor en Química, se ocupa en el diseño molecular de catalizadores y en procesos sostenibles en los campos del refino de hidrocarburos y derivados de la biomasa, por lo que recibió el premio Príncipe de Asturias en 2014. Juan Luis Arsuaga (1954), doctor en Biología y especialista en Paleontología y Antropología, es el responsable de las excavaciones en el yacimiento fosilífero de Atapuerca, aparte de director científico del museo de la Evolución Humana de Burgos. Rafael Yuste (1963), médico y neurobiólogo, centra sus pesquisas en la cartografía del cerebro humano, persiguiendo caracterizar métodos ópticos y eléctricos que permitan manipular la actividad de las neuronas cerebrales.

A pesar de la leyenda negra difundida, España ocupa hoy el 10.º lugar mundial en el ranking de productividad científica -aunque no hay que olvidar nunca que la calidad es mejor que la cantidad-, constituyendo la innovación la asignatura pendiente. Esta posición resulta bastante acorde con su producto interior bruto, dado que se trata de la 12.ª economía del mundo; empero queda relegada al puesto 19 atendiendo al porcentaje del PIB que se destina a I+D, por debajo de la media en la Unión Europea.

Como colofón, afirmar con orgullo nuestra aportación a la generación de conocimiento científico no ha sido, ni lo es, nada desdeñable, situándose en este momento en una posición acorde con su potencialidad social y económica. No obstante, potenciar y acrecentar esa participación debería ser una meta prioritaria que guiara a nuestros gobernantes, ya que ¡sin lugar a duda, invertir en investigación resulta rentable!