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Xuan Xosé Sánchez Vicente

De cenices y tumbes

La instrucción de la Iglesia católica de que los restos han de guardarse en lugares sagrados y no arrojarse en cualquier sitio

Al cristianismo, desde su nacimiento, le debe el mundo occidental dos de los elementos fundamentales de lo que constituye nuestra concepción del mundo y de la sociedad ideal: la igualdad de todos los hombres (esclavos o no), la de todo el género humano, hombres y mujeres. Podrá haber atisbos acaso de tales ideas con anterioridad en tal o cual pensador, pero sólo el cristianismo ha tenido el poder, la capacidad y la universalidad (católico: "universal") para instalar de forma general estos principios en la sociedad. Que la base argumental o teológica de esa concepción -la religión- se sustente o no en una fábula es completamente indiferente con respecto a la validez de aquellos principios y su eficacia: en su predicación y ejecución son principios meramente mundanos, sociales, al margen de su fundamento.

Podrá argüirse que tales convicciones han tardado mucho en hacerse universales, o que son aun hoy más un desiderátum que una realidad plena. Es cierto, pero esa es la condición de los principios o ideas tractoras. La Declaración Universal de los Derechos Humanos es un ejemplo de ello: actúan como un destino al que hay que llegar, pero son ellos, a la par, los impulsores -déjenme decirlo en asturiano, empobinadores y, al tiempo, afaladores- del tránsito hacia esa estación final de su cumplimiento universal.

Cabe argumentar que la Iglesia -las Iglesias, más propiamente- no ha llevado a término de forma escrupulosa esas ideas (aunque, para ver con objetividad y sin entrar en mucha casuística histórica, podríamos establecer un punto de comparación entre el papel de la mujer en las sociedades dominadas por otras religiones y el que tiene en la nuestra). Asimismo, recordar las crueldades de las Iglesias o del papado, su rapiña, su acumulación de riquezas. Nada de ello disminuye la validez de aquellos dos principios como camino y guía hacia una sociedad mejor.

La Iglesia católica acaba de hacer pública una instrucción con respecto a los muertos y el destino de sus restos: la de que los cuerpos o las cenizas de ellos han de guardarse en lugares sagrados o ad hoc, y no arrojarse en cualquier sitio, conservarse en casa o convertirse en parte de otros objetos. La recomendación, que va dirigida en principio a los creyentes, constituye una consideración que tiene, a mi juicio, la importancia y el sentido universal de esos dos principios históricos que acabamos de considerar relativos a la igualdad de todos los hombres y entre hombres y mujeres: la de que los cuerpos de los muertos son "sagrados".

Nada impediría que arrojásemos los cuerpos de los muertos en cualquier sitio, un contenedor, un patateru. Para ellos nada sería distinto a darles digna sepultura. ¿Por qué no lo hacemos? Por respeto a su memoria, es cierto, pero su memoria no está en ellos, sino en nosotros, y, por tanto, para la memoria es indiferente el destino del cadáver. Lo hacemos porque honrando su cuerpo muerto honramos a su persona viva, la consagramos, la hacemos sagrada de manera retrospectiva (el verbo latino del que deriva "sagrado" tiene, entre otras acepciones, las de "hacer inviolable", "inmortalizar"), esto es, nos decimos que aquella vida pasada y aquella trayectoria única, aquel individuo, no son parte del común de las cosas, de la naturaleza, o de los animales, sino que han constituido una fracción de ese conjunto de individuos, la sociedad, que se ha separado de la inanidad de los objetos y de la tierra o del instinto de los animales para convertirse en otra entidad, una entidad que, a través del devenir de la historia, se va construyendo a sí misma para distanciarse de su original cualidad de naturaleza y caminar hacia otra estadía mejor cuyo centro es lo humano -aquello que se va decidiendo constituir como humano- y cuyos sujetos son todos los humanos.

Y es en ese sentido en el que la Iglesia entiende que no guardar los restos de los muertos en un lugar que los dignifique y los recuerde individualizados -uno a uno-, disolviéndolos en las aguas, el aire o la tierra, o convirtiéndolos en parte de objetos, menoscaba la "sacralidad" de cada uno de los muertos y de cada uno de nosotros.

Es desde ese punto de vista -preciso: sin que ese lugar "sagrado" requiera un enterramiento bajo cualquier religión, basta la especificidad y la dignidad del lugar- desde el que juzgo que esa reciente formulación de Roma tiene un valor universal.

No se me escapa que habrá otros criterios, que muchas personas preferirán tener a los suyos en una urna en su casa, o cumplir su última voluntad llevando las cenizas a un lugar deseado por el difunto, y están en su derecho. Pero, como aquellos principios de la igualdad entre todos los hombres y entre hombres y mujeres, la idea que estamos considerando tiene la virtud de constituir tanto un desiderátum como un recordatorio permanente de la "inmortalidad" y la "sacralidad" de todos los seres humanos en cuanto vivos, y, como recordados, en cuanto muertos.

Y, respecto a esa memoria, parece razonable suponer que ella es más fácil y duradera con la presencia de los restos en algún lugar concreto que su mera imagen (o la imagen de sus cenizas) en algún paraje del globo retenida en nuestras cabezas. Además, por decirlo de otra manera, el recinto humanizado, no "natural", del cementerio nos subraya esa condición de no naturaleza que constituye lo que llamamos humanidad.

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