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Mezclilla

Carmen Gómez Ojea

Fieras humanas

El daño que los humanos, mucho más lesivos que los simios, causan al planeta

El cambio climático no es, en realidad, una variación racional y razonable del paso del tiempo y de las mudanzas en el modo de vivir debidas a los pasos adelante en cuanto a longevidad y a una existencia mejor y más confortable, sino que se trata de un magno estropicio, un terracidio que ha herido de muerte este planeta manejado por humanos más, pero muchísimo más lesivos que los simios. Sin embargo a los responsables y causantes del irreparable daño les resulta muy fácil y cómodo negarlo, apoyados por esos monos sabios que son sus siervos fieles y agradecidos, una guardia pretoriana a las órdenes de las empresas envenedoras del aire, de las aguas, del suelo, de los alimentos, origen de enfermedad, dolor y muerte, cuyo fin es el propio del capitalismo; es decir, ganar, acumular, acaparar más y más dinero que da poder, aunque inquiete y quite el sueño, que solo se consigue con ansiolíticos y dormitivos.

El cuento del libro del Génesis bíblico, como todos los cuentos milenarios de hadas, narra una verdad y tiene un mensaje en su interior que descubren las personas que creen en las historias que leen, porque perciben que fueron escritas para ellas y también tienen fe en que hay algo más al otro lado del espejo y un mundo diferente más allá de este. Y todas están de acuerdo en que en el inicio de la Biblia se relata algo muy serio como es el hecho de que jugar a ser dioses, magos, hadas o criaturas todopoderosas se paga con la muerte propia y del prójimo. En esas primeras páginas del Libro de los Libros se cuenta que Adán y Eva vivían en un lugar paradisíaco. No tenían que labrar ni segar ni pescar para comer ni ir a buscar agua a la fuente, pero cayeron en la tentación de una serpiente que los instó a probar el fruto del único árbol prohibido para ellos de todos los del Edén, y fueron condenados a ser unos mortales que debían trabajar para alimentarse, vestirse, calzarse y vivir en una morada para protegerse del calor, del frío, de la lluvia, del rayo, de la nieve. Hay muchos cuentos orientales parecidos a este, en el que la desobediencia causa daños irreparables, como el de Barba Azul, asesino de mujeres incumplidoras de su orden de no entrar en una habitación determinada de su mansión.

Destrozar, intoxicar, maltratar la Tierra son actos funestos, muy dañinos para la vida, desde la de los nonnatos hasta la de quienes ya cumplieron un centenar de natividades en este mundo que esos no pocos malvados nunca ahítos de ganancias hacen invivible.

Sería no solo recomendable, sino muy conveniente, que en los centros de enseñanza se leyera a diario en voz alta, dejando a un lado tiquismiquis de sectarios inquisitoriales y de censores de todo pelaje, el "Cántico de las Criaturas" del santo y ejemplar Francisco de Asís, bautizado como Giovanni Bernardone, al que su padre le dio ese apodo de Francesco o Francesito, porque amaba a Francia, adonde iba con frecuencia para vender los paños con los que su rica familia comerciaba en aquella época precapitalista, pues en ese canto alaba a Dios y le da las gracias por el hermano sol que nos proporciona la luz del día; y le agradece también la hermana luna y las hermanas estrellas, claras, preciosas y bellas; y sigue alabándolo por el hermano viento, el hermano aire y la hermana nube y el cielo sereno, y el hermano fuego que alumbra la noche; y le muestra su gratitud por la hermana agua, muy útil y humilde, preciosa y casta; por nuestra madre tierra que nos sostiene y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas; y también por nuestra hermana la muerte corporal de la que ningún viviente puede escapar.

Enseñar a las criaturas de poca edad que nada ni nadie les es ajeno y que todo está conectado con todo lo demás, de modo que, si tienen una herida en un pie, pueden inflamárseles los ganglios de la ingle, y que todo les debe ser próximo y respetable, es una manera de comenzar a impedir que esta casa común, que es la hermana madre tierra, se muera y puedan vivir en ella generaciones venideras de múltiples y muy bien avenidos seres.

Y ya, como remate, no puedo obviar el episodio de Francisco de Asís y el lobo de Gubbio, una bella ciudad umbra castigada por los últimos terremotos que padeció Italia.

Es una historia preciosa que las niñas y niños que no han dejado atrás el tiempo de la inocencia escuchan siempre absortas y admirados, mostrando gran interés por el relato.

Se trata de un lobo que tenía aterrados a los habitantes de Gubbio porque se comía a todo bicho viviente, desde ovejas y terneros hasta personas de cualquier edad. Entonces, desesperada, la gente acudió a Francisco, para que hiciera algo y la liberara de ese animal, de quien era víctima. Y él llegó enseguida y habló con el lobo. Le habló sin alterarse. No le chilló ni lo amenazó ni lo maldijo, sino que, con sosiego, le explicó que estaba siendo muy malvado con los lugareños y que no podía seguir con aquella horrible matanza. Y el lobo le replicó que él era un ser vivo que necesitaba comer para no morirse y que, si tuviera comida al alcance de la boca, no se vería forzado a matar a aquellos seres humanos. Francisco le prometió que conseguiría que hubiera paz entre él y ellos. Y así fue. El lobo se convirtió en un perro manso querido por todo el pueblo y se murió de viejo, llorado por mayores y pequeños.

Pero Rubén Darío, en su poema "Los motivos del lobo", da otra versión del cuento menos idílica. En ella, el hermano lobo vuelve a ser fiero y la gente del pueblo llama en su auxilio a Francisco, y el animal le pregunta por qué no puede él cazar humanos cuando no cesa de ver a cazadores a caballo con el azor en el puño y a otros corriendo tras el jabalí, el oso o el ciervo, y no porque tuvieran hambre. Y Francisco le responde que los humanos nacen con pecado y, en cambio, el alma simple de las bestias es pura; y se lleva al lobo al convento, pero este descubre que las personas son perversas y se hacen daño unas a otras y que a él lo apaleaban por el placer de lastimarlo. Y se dice que es mentira que sean hermanas, pues se hacen la guerra y se matan, porque no hay una miga de amor de verdad entre ellas. Y decide irse a vivir en el monte, en libertad. Francisco, con lágrimas y gran pesar, ve marchar al lobo que le dice que siga haciendo el bien en su camino de santo por el que todos deberían andar.

Una niña de seis años, a la que le conté la historia, me preguntó si Francisco hablaba a aullidos con el lobo o el lobo conocía el lenguaje humano.

Le respondí con la pregunta de qué pensaba ella al respecto.

Creo -me contestó- que Francisco, como era tan?, no sé, como un poco mago muy bueno, seguro que había inventado una lengua que comprenderían los bebés, los animales, las flores y hasta el tío abuelo Macario de mi amiga Verena, que el pobritín no entiende nada de lo que le dicen y ni siquiera recuerda cómo se llama.

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