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Indignaciones postizas

"Todos los sabíamos", ha dicho el Timonel de la Dulce Sonrisa, "pero escucharlo es tremendo". Pablo Iglesias se refería así al fragmento de una entrevista de Victoria Prego a Adolfo Suárez, en la que el que fuera presidente del Gobierno le comentaba que evitó un referéndum entre monarquía y república "porque hacíamos sondeos y los perdíamos". Con toda sinceridad, lo más repugnante de las reacciones supuestamente escandalizadas de Iglesias, Alberto Garzón y compañía es su insignificancia intelectual y su profundo cinismo político. De la virtuosa ignorancia de la que hacen gala los responsables de La Sexta -menuda pandilla de irresponsables descerebrados- casi es preferible no hablar.

Suárez, por supuesto, se confunde. La monarquía parlamentaria no quedó democráticamente legitimada por la ley de Reforma Política de 1976, sino por la Constitución de 1978, elaborada por unas Cortes elegidas democráticamente y refrendada por un referéndum que obtuvo una alta participación y un voto muy mayoritariamente positivo. Es en la Carta Magna donde se establece que la forma del Estado es la monarquía parlamentaria, con un Rey como figura simbólica y un poder arbitral y moderador perfectamente definido y limitado por los constituyentes. Esa es, y no otra, la base de la legitimidad político-democrática de la monarquía parlamentaria española. Ayer mismo un simpático corresponsal de Twitter me comentaba que la Constitución de 1978 hubiera sido votada mayoritariamente "aunque hubiera llevado un cagarro en su interior". Quizás podría atenderse como argumento, pero desgraciadamente no puede someterse a ninguna prueba contrafáctica, porque jamás se ha votado un texto constitucional envolviendo un mojón. Tal vez la mayor parte de los españoles no eran monárquicos en 1978 -el franquismo, que tan profundo calado cultural e ideológico tuvo en la sociedad española, tampoco lo era: para su fundador la monarquía concretaba la sustancia misma del destino nacional, pero era infinitamente postergable- y no obstante votaron con un pragmatismo espléndido a favor de las libertades y derechos políticos sin privilegiar una república presidencialista sobre una monarquía parlamentaria. Ah, la II República. Su Constitución, la prolija y violentada Constitución de 1931, jamás fue votada por los ciudadanos, y ni a don Manuel Azaña, ni a Niceto Alcalá Zamora, ni a Largo Caballero, ni a Indalecio Prieto ni a los comunistas se les pasó tal cosa por la cabeza.

Si mañana se celebrara un referéndum entre monarquía o república me parece complejo que no me apuntara a la opción republicana. Pero eso no significa que la vigente Constitución carezca de legitimidad democrática o que la monarquía parlamentaria como estructura política sea un maligno vestigio del franquismo. Simplemente es una imbecilidad sostener una falsedad tan evidente y mezquina. La imbecilidad de una flamante izquierda que pretende inventarse cada tarde, como viejas costureras, el trocito de historia que les conviene para sus truculencias retóricas y sus postizas indignaciones.

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