Contra la violencia de género no caben paños calientes, si reconocemos, como señalan los organismos internacionales, como la OMS o la ONU, que nos enfrentamos a un problema urgente de salud mundial y de proporciones epidémicas. Se trata de una realidad cotidiana y global -los números cantan- a la que corremos el riesgo de acostumbrarnos. Como nos arriesgamos también a someternos a la tiranía de la estadística: no son porcentajes, ni números, por muy elevados que se antojen; son personas de carne y huesos magullados, con nombres y apellidos; rostros reconocibles, vidas segadas.
Los datos de Naciones Unidas son contundentes: una de cada tres mujeres en el mundo ha sufrido algún tipo de violencia física, psíquica o sexual. ¿No les parece una barbaridad intolerable? Una de cada tres, treinta y tres de cada cien, trescientas treinta y tres de cada mil... Alguna de las mujeres que tenemos cerca -nuestras parejas, nuestras amigas, nuestras compañeras de trabajo- ha sufrido, si tenemos por cierta esa estadística, algún tipo de violencia, sutil o contundente, en público o en privado, enunciándolo o dando la callada por respuesta.
Y no pensemos que la violencia machista es mayor en los países más pobres, donde la desesperación comparte estancias con el miedo, o en los lugares más asolados por la crisis. Distintos estudios afirman que son los países más desarrollados del norte de Europa, como Finlandia o Suecia, los que concentran el mayor porcentaje de víctimas. Y no es cuestión del clima: lo nefasto es que el problema nos deje fríos.