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Diplomático

Populismo y libre comercio

Entre la globalización y el proteccionismo

Me refiero a las dificultades que encuentran hoy acuerdos de libre comercio, estén ya en vigor o en proceso de negociación, como son el NAFTA (Tratado de Libre Comercio de América del Norte), el TPP (Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica), el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP) y el Acuerdo Global Económico y Comercial (CETA) entre la Unión Europea y Canadá. Trump se quiere cargar los dos primeros y también los dos últimos, que afectan directamente a Europa, provocan una fuerte oposición de quienes temen que rebajen nuestros estándares o viven angustiados por una crisis muy fuerte y creen que destruirán más empleo.

Por eso es bueno tratar de aclarar las ideas huyendo de quiénes las anatemizan con cuatro clichés y hacen que los políticos huyan aterrorizados de su misma mención. El espacio económico euroatlántico concentra casi el 50% de la producción mundial de bienes y servicios, el 30% de su comercio (3.000 millones de euros diarios) y mantiene 13 millones de puestos de trabajo a ambos lados del océano. El meollo de TTIP y del CETA se resume en libre acceso a mercados, armonización regulatoria (que es hoy la principal traba al comercio dado que ya quedan muy pocos aranceles), y en unos tribunales independientes de arbitraje que resuelvan las disputas entre empresas de ambas riberas del Atlántico. La Comisión Europea cree que el TTIP haría aumentar el comercio en un 28%, 120.000 millones de euros para Europa y 90.000 millones para los Estados Unidos. La Universidad Complutense estima que crearía miles de puestos de trabajo en España, que beneficiaría de forma muy especial a las pymes y que en los primeros cinco años de vigencia incrementaría nuestro PIB en 3,6 puntos. Y algo parecido sucede con el CETA, que se calcula que aumentará los flujos comerciales un 25% y ahorrará 500 millones de euros anuales a los exportadores europeos.

Esto no significa que no haya problemas. El CETA ha entrado en fase de aplicación provisional tras el susto que nos dio el Parlamento de Walonia, aunque todavía debe ser aprobado en los 27 parlamentos nacionales. Peor van las cosas con el TTIP tras catorce rondas de negociación, pues se le acusa de recortar derechos laborales; de perjudicar a los pequeños negocios en beneficio de las multinacionales; de bajar nuestros niveles de protección al consumidor en alimentación, medio ambiente o protección de datos, y de abrir nuestros mercados públicos a la competencia norteamericana sin una actitud equivalente por su parte. También se le acusa de dejar a la intemperie a nuestra industria cultural y de no incluir un capítulo sobre energía que liberalice su comercio, para que dependamos menos de Rusia o del Golfo Pérsico. Y se critica el secreto que rodea las negociaciones, aunque sea imposible discutir bajo los focos de la opinión pública. Casi nada.

Todas estas objeciones, y más que sin duda hay, son respetables y merecen respuestas individualizadas. Pero el objetivo esencial de desarrollar el comercio es positivo siempre que lo hagamos bien. Y eso exige negociar con firmeza y luego someter el resultado al debate de la opinión pública y a la aprobación o rechazo del Parlamento, donde tiempo habrá para criticar y cambiar lo que haga falta. Lo que no hay que hacer es criticar lo que aún no existe, o abogar por rebajar las expectativas y conformarnos con un TTIP menos ambicioso, pues nos jugamos el futuro. Por eso, las dificultades actuales son prueba de que se negocia bien y que se defienden con fuerza las respectivas posiciones, sin ceder a presiones. Europa no puede resignarse a ser un rincón olvidado del planeta y no será construyendo muros como lograremos mejorar nuestros niveles de empleo y de vida.

Hoy contra el TTIP se concentran las presiones contrapuestas pero coincidentes de la ultraderecha xenófoba y proteccionista y de la izquierda radical ecologista y antiglobalización. Entre ambas ocupan la calle y provocan una tormenta de la que los políticos huyen amedrentados, sin valor para explicar que un TTIP bien negociado es necesario para reequilibrar en beneficio de la cuenca atlántica el desplazamiento hacia el área de Asia-Pacífico del centro económico del planeta. En todo caso, Donald Trump tampoco lo quiere y eso y la proximidad de elecciones en Francia y Alemania nos lleva a un aplazamiento a la espera de tiempos mejores, sobre todo una vez que el principal valedor europeo del Tratado, el Reino Unido, abandona la Unión Europea.

Estos tratados se han convertido en chivo expiatorio del malestar generado entre los perdedores de una globalización que exagera las desigualdades. Pero no es el proteccionismo el que mejorará la situación, como ya se vio en la crisis de 1929, pues ni reducirá las desigualdades ni creará el empleo, especialmente juvenil, que necesitamos. La globalización ha hecho disminuir las diferencias entre los países (en 1960 EE UU, Europa y Japón disponían del 70% del PIB mundial, mientras hoy apenas llegan al 50%), aunque también es cierto que crea empleo en unos lugares y los destruye en otros. Pero globalización ha habido siempre y no es justo culparla de todos los males, pues más empleo destruyen la robotización y los avances tecnológicos y a ésos tampoco habrá quien los pare. Por eso deseo que el TTIP no esté muerto aunque quede en hibernación a la espera de tiempos mejores y de dirigentes a la altura de los retos, líderes que dirijan y que no gobiernen a golpe de encuesta de opinión.

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