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Pilar Garcés

El milagro de Fátima

La propuesta de la Ministra de que la jornada laboral acabe a las seis de la tarde

Acabo el año de aplauso inesperado en aplauso inesperado. Los tiempos están cambiando, que diría el Nobel de Literatura. Acabo el año aplaudiendo a Fátima Báñez, cuya mayor contribución a la economía patria durante la legislatura pasada fue encomendar el problema del paro a la Virgen del Rocío, con el resultado que todos conocemos. Bajo su mandato en el departamento de Trabajo se perpetró la reforma laboral que reduce las indemnizaciones por despido, y que permite, entre otras cosas, echar a mujeres embarazadas o de baja maternal por lo que cuesta una de esas pashminas que lucen con garbo las ministras. Fátima Báñez ha retornado al despacho, y tal vez estos meses de incertidumbre sobre si volvería a desplazarse en coche oficial, cobrar dietas de alojamiento pese a tener un piso en Madrid (y cinco más en Huelva) y comer del catering del Ministerio le han hecho reflexionar sobre lo dura que es la vida aquí fuera. Con esas horas extra interminables que ya no se pagan, esas jornadas partidas porque así las empresas ahorran contratos, esos madrugones para dejar a los niños medio dormidos en casa de los suegros porque tú a las seis y media ya enfilas camino al tajo y volverás a las ocho de la noche. Nótese que escribo ocho de la noche, e incluso me atrevo a escribir siete de la noche. Porque claramente hay dos Españas: la que dice ocho de la noche y la que dice ocho de la tarde. Los que viven en la segunda España proponen "quedar esta tarde" después del curro, a eso de las nueve. Llaman a eso afterwork, y así parece que salir del domicilio a las ocho de la mañana y regresar al día siguiente un miércoles resulta más soportable. Los de la primera España hace tiempo que prohibimos a la familia telefonear a las ocho de la noche porque despertarán a los niños. Los de la primera España entendemos que los europeos no quieran tratos con nosotros porque somos gente absurda que paraliza su negocio tres horas para comer, de manera que cuando ellos llaman por algo de un albarán a las cuatro de la tarde acabamos de pedir el cortadito, luego tenemos una reunión con prorroga para comentar los grupos de la Champions, así que se les sugiere que lo intenten a las siete de la noche. Una hora en la que ellos ya se han puesto el pijama y cenan con sus hijos.

Fátima Báñez va a proponer a los empresarios que la jornada laboral acabe en España a las seis. Que empecemos antes y salgamos antes. Esta idea es una revolución, un sueño. La mítica conciliación que sólo preocupa en campaña electoral y que gracias a los contratos precarios patrocinados por la nueva legislación de Mariano Rajoy se ha convertido en un horizonte muy lejano. Pero no seré yo quien le diga a la Ministra que no lo intente. Al revés. La animo encarecidamente a que siga adelante con un asunto que afecta de verdad a la gente. Sería un gran avance que introduzca algo de racionalidad en unos usos y costumbres que nos impiden meter la lengua dentro de la boca de lunes a viernes.

Después de reírse con condescendencia de las "recetas para la felicidad" de la Ministra, los partidos políticos se han aprestado a sumarse a su idea. Incluso han apostado por ser vanguardia y lograr que sus plenos en el Congreso y el Senado acaben a las seis para dar ejemplo. Me fascina su morro. Yo hago una enmienda en sentido completamente contrario: que sean los últimos. Que mientras quede un único ciudadano que llega a casa a las ocho de la noche habiendo entrado a las nueve de la mañana, ellos tengan jornada partida, incluidos fines de semana, y prorrogable las horas que haga falta. Que no se les pagarán, lógicamente.

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