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Básicamente de acuerdo

Por supuesto, la primera impresión frente a la batalla guerracivilista entre los partidarios de Pablo Iglesias y los de Íñigo Errejón es un hartazgo estomagante. No entiendo lo que nos ha pasado en tan pocos años. Si hace apenas una década los dirigentes y cuadros de un partido hubieran utilizado en sus trifulcas internas ese lenguaje ("hermano, amor, paz, abrazos fraternos, un corazón unido, cariño fraternal, hijo, almas") nos hubiéramos reído a carcajadas. Ahora no. Estos chicos han parasitado el lenguaje político -que ciertamente se había reducido a una cháchara insignificante- con una cursilería gazmoña que, como todas las cursilerías, sólo denota una hipocresía profunda y bien elaborada. Por supuesto que existen ideas y propuestas discrepantes en este enfrentamiento. Una diferencia de estrategia ideológica, por la que los errejonistas exigen una apertura al centro político para atraer más votos de la clase media y trabajadora y edificar una mayoría electoral sólida; otra diferencia organizativa, por la que se critica al jacobinismo centralista del proyecto y se reivindica una mayor autonomía de las entidades territoriales. Pero básicamente se trata de diferencias instrumentales. Lo que se dirime es, en definitiva, el liderazgo del partido. Para los profesores Iglesias y Errejón el liderazgo no es absoluto un asunto accidental y menor sino que, como afirmaba Laclau, santo patrón ideológico de ambos doctores, "la adhesión a un líder se convierte en un momento puntual, específico y contingente de articulación donde significados vacíos o flotantes se cristalizan en un rasgo, una idea o un gesto de un líder determinado". En este sentido, y en coherencia con el origen intelectual de Podemos, elegir un líder significa elegir una estrategia política, una metodología de acción, un horizonte de crecimiento electoral, y no sólo a un primus inter pares que acata la pluralidad y aplica neutralmente las decisiones y convicciones de una dirección elegida democráticamente.

No mienten aquellos que aseguran, con arrobo eucarístico, que Iglesias y Errejón están de acuerdo en lo fundamental. Lo están. Ambos comparten ese lenguaje de amor postizo y colegueo untuoso que pretende resucitar la épica revolucionaria, un cóctel verbal preparado para responder emocionalmente a los que anhelan justicia social y a los que sueñan con una patria liberada. Una retórica para seducir "a toda la buena gente" y que con sabiduría incluye y concilia signos y expresiones de varios estratos sociales e ideológicos. Ese pedantesco "construir un país" y "establecer nuevas verdades", tan digno de profesores asociados, es una fraseología que a la vez satisface la palabrería académica y esconde un profundo desprecio por la democracia parlamentaria y el pluralismo político. No existe un Iglesias perverso y un Errejón moderado, aunque la competición entre ambos sea real. Existe un montón de gente indignada por la desigualdad, el maltrato, el desempleo y el subempleo, la miseria creciente, la impotencia ciudadana y la prostituida debilidad de las instituciones representativas. Y dos individuos tan astutos como suertudos que han detectado sus frustraciones y demandas y que a sus emociones encendidas contestan con una estrategia de emociones incendiarias, enormidades declarativas, justicia infinita y redención colectiva.

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