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Tres problemas de Educación

La articulación de lo público

Dos ejemplos de la deficiente articulación de lo público y lo privado en nuestro país. Llegan los escolares europeos a España, en intercambio con nuestros estudiantes, y uno de sus primeros motivos de asombro es constatar que los alumnos españoles consideran que lo público no es de nadie y que, por tanto, no merece respeto, por eso destrozan sillas y mesas sin el menor miramiento.

Hace años, en un pueblo asturiano unos estudiantes rompieron a pedradas varios cristales de la escuela. El maestro les hizo pagar los daños a los autores de la gamberrada. El resultado fue que, a partir de entonces, las fuerzas vivas del pueblo fueron aislando al maestro, quien, a final de curso, se sintió obligado a solicitar el traslado a una escuela de otra localidad. La consideración de lo público, entre nosotros, dista mucho de alcanzar un nivel aceptable.

El pasado jueves 1 de diciembre se constituyó en el Congreso de los Diputados una subcomisión con el loable propósito de conseguir un "Pacto de Estado social y político para la Educación." Las discrepancias comenzaron ya para acordar el nombre de la citada subcomisión, que nació con el voto del PP, PSOE y Ciudadanos y la abstención de Podemos, PNV, ERC, la antigua Convergencia y Bildu. Entre las numerosas dificultades que aguardan a la benemérita subcomisión educativa podemos señalar tres, todas vinculadas a la indefinición de lo público entre nosotros.

Una puede ser el lugar que se asignará a la Religión en los futuros planes de estudios. La Religión como asignatura ha estado cambiando constantemente de estatus, bailando en los diferentes planes de estudios de los últimos cuarenta años. Todo porque no se diferencia lo público -la Historia y la Filosofía de la Religión-, que debe formar parte de la enseñanza pública, y lo privado -la apologética y el apostolado-, que deben permanecer en la actividad propia de la Iglesia o de otras comunidades religiosas.

En segundo lugar, están las graves consecuencias de haber seguido una política lingüístico-educativa contraria a los intereses del Estado. Era claro que había que rescatar del ostracismo de los tiempos de la dictadura a las ricas culturas regionales españolas. Pero esto había que hacerlo con sentido de la medida, sin dar la vuelta a la tortilla; de la persecución del catalán y el euskera, se pasó, en pocos años, a la marginación progresiva del castellano, lengua oficial del Estado, a la que se sanciona, por ejemplo, si aparece en español el rótulo de un establecimiento comercial en las Ramblas barcelonesas. Sucedieron los peores presagios, ya anunciados por Unamuno, Ortega y Gasset y Azaña en los debates previos al Estatuto Catalán de 1932. El Estado central debió haber asumido sus responsabilidades, manteniendo el control sobre los tres niveles de la enseñanza: de la Primaria, del Bachillerato y de las universidades, como coincidieron en defender los tres eminentes intelectuales citados. La defensa del interés público corresponde a todos los niveles de la Administración, pero sobre todo, y muy especialmente, al Gobierno español.

Una idea de origen español -la lengua es compañera del imperio- se aplica, hoy, en la gran mayoría de los países europeos, mientras se olvida entre nosotros. Se trata de un error político , que con otros factores, como la globalización, están vinculados al auge vertiginoso y, al parecer, imparable del separatismo. Aunque, proféticamente, Ortega advirtió que si se metía la pata en este tema lo más procedente era sacarla, es decir, rectificar en lo posible los errores cometidos.

El tercer problema, consecuencia de la mala articulación de lo público y lo privado, es la endogamia que se da, especialmente, en la enseñanza universitaria. Cierto que, ahora, la enseñanza superior se considera aparte, llamándose a la enseñanza Primaria y a la Secundaria enseñanzas no universitarias, con una denominación errónea -pues los contenidos y el profesorado de estos niveles educativos son de origen universitario- y vejatoria, como la mayoría de las definiciones negativas, pues iguala a los dos primeros niveles de la educación, por ejemplo, con el aprendizaje de los carteristas, ciertamente una enseñanza no universitaria. Cada vez que fallece un profesor universitario, en la necrológica se subraya, entre sus méritos, el número de familiares a quienes transmitió la vocación por la enseñanza. Y, aunque hay muchos casos en que se da, efectivamente, una continuidad de la vocación investigadora, en otros se trata, sencillamente, de nepotismo puro y duro, con grave y largo daño para el interés público. Aunque sería impensable acabar a corto plazo con un mal de tanta tradición entre nosotros, ya erradicado en los países desarrollados, debieran ir tomándose medidas legales para que se reduzca la distancia entre la alta consideración que merecen en el mundo un gran número de investigadores españoles y el modesto lugar que en el ranking global de universidades alcanzan nuestros centros de enseñanza superiores, fuera de las primeras 200 clasificadas. Si bien para la recuperación de nuestras universidades resulta imprescindible que se acabe con los recortes y se incremente de modo significativo la dotación económica para los programas de investigación.

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