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Leo en un diario de Madrid el cálculo de los expertos en estadística acerca de lo que ha subido la cesta de la compra desde que el primero de enero de 2002 se dio paso a la nueva moneda europea enterrando para siempre la peseta española de entonces. A los autores les sale una cifra de un 58% de inflación acumulada en los quince años transcurridos desde aquel momento hasta finales del año que acaba de terminar. La subida de los precios comenzó, de acuerdo con las consideraciones oficiales, cifrando en un 4% el incremento de los precios durante 2002 pero cualquiera de nosotros sabe que eso no es cierto, que cuando abandonamos la peseta lo hicimos traduciendo los veinte duros de antes no por los sesenta céntimos matemáticos sino por un euro entero, cosa que supuso una subida de los precios de cerca del 67% no ya en el primer año sino en la primera semana desde el cambio.

La psicología manda sobre la moneda. La equivalencia oficial de seis euros por 1.000 pesetas nos llevó a adoptar un sistema que parecía ser sexagesimal y, así, los cajeros automáticos de los bancos ofrecieron de inmediato cantidades de sesenta euros como traducción de las diez mil pesetas que teníamos en mente a la hora de hacer los cálculos. Pero poco a poco la lógica de las cifras redondas terminó por imponerse, como no podía dejar de ser. Para los gastos cotidianos, los del café, el diario o el billete del autobús, ya no traducimos hoy de euros a pesetas, aunque aún lo hagamos cuando se trata de cantidades bárbaras porque una cifra de ciento cincuenta millones de euros, por ejemplo, escapa a cualquier referencia manejable.

Los expertos del diario madrileño han tenido en cuenta la dependencia psicológica, llevando el 4% de la inflación oficial de 2002 hasta un 18% real. Pero los números más pavorosos aparecen al comparar lo que han subido los salarios en esos mismos quince años. La distancia que va entre el incremento de precios y de sueldos alcanza nada menos que 20 puntos; dicho de otra forma, somos una quinta parte más pobres que cuando llegó el euro. ¿Será una consecuencia de la nueva moneda, de la entrada en la Unión Europea o de los demonios esos a los que echamos la culpa cuando no tenemos nada mejor a mano? Adam Smith nos habría dicho que el responsable es el mercado libre, con su mano bien llamada negra. Las leyes del mercado se imponen sin que las leyes del parlamento sean capaces de evitarlo. Con la crisis económica añadiendo miseria, aparecieron por doquier partidos que ofrecían poner coto a esos abusos mercantiles pero está por demostrar que sepan cómo hacerlo. Allí donde mandan, las cosas siguen igual y, quince años después del euro, casi lo único que nos queda por desear es que no aparezca un "Brexit" local devolviéndonos a las garras de la peseta de nuevo. Porque si hay una cosa segura es que ese renacimiento iba a dejarnos los bolsillos todavía más maltrechos.

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