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Sol y sombra

King Kong al mando

Da la impresión de que todo puede suceder demasiado rápido con Trump y, sin embargo, no hay que fiarse de un magnate inmobiliario con un pie en la patria y otro en el fango de su miserable y zafia personalidad. En la investidura más protestada de la historia de la república, con el mundo alerta, Trump insistió en el mensaje que ha dividido a América. No tuvo en cuenta siquiera la grandeza del momento para elevarse por encima de su exaltada retórica de nacionalista desacomplejado: la que le ha servido para ganar las elecciones pero probablemente no para ser el líder de una gran potencia como es Estados Unidos.

Él cree que repetir hasta la saciedad que América es lo más importante será suficiente para despejar incertidumbres. Pero sus palabras es como si las pronunciara King Kong arrojando liberales al vacío, desafiando a quienes han decidido que es un presidente hostil desde mucho antes del primer minuto porque él se ha empeñado en que sea así, con el gruñido y el tuit furioso de cada día. No tiene por tanto que extrañar tanta resistencia.

Trump empieza a trompazos. No sabe hacer otra cosa. Reclama el orgullo de pertenecer a una nación: promete, carreteras, puentes, túneles, y las dos biblias sobre las que juró, que América empieza a partir de él y no con Washington. Lo suyo es populismo de baja estofa, y la única esperanza de quienes no comparten ni su estilo ni su forma grosera de actuar es que precisamente este rasgo tan acentuado de su personalidad y el hecho de no saber distinguir entre lo que es público y lo que es privado lo condenen más temprano que tarde al impeachment.

No se recuerda un instante tan significado con alguien que despierta tanto recelo. Ha ganado las elecciones y parece que las hemos perdido todos.

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