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El remolino del tenis

La noticia de la victoria de Roger Federer sobre Rafael Nadal en la final del Abierto de Australia ha suscitado en la mente el recuerdo de las sentidas consideraciones escritas por David Foster Wallace acerca de estos dos fenomenales jugadores, y especialmente del primero, a quien el novelista y ensayista de Ithaca, Nueva York, tenía por el "mejor tenista vivo". En un artículo publicado en 2006, con el título "Federer, en cuerpo y en lo otro", Wallace recogía la expresión que un día escuchó a uno de los conductores del autobús que transportaba a los periodistas que cubrían el torneo de Wimbledon: ver jugar a Federer es una "experiencia casi religiosa".

Asistir a una justa entre ambos campeones es como presenciar una lid entre dos dioses en una pradera del Olimpo, contemplar el mítico enfrentamiento de "la virilidad apasionada del sur de Europa contra el arte intrincado y clínico del Norte. Dionisos contra Apolo. Cuchillo de carnicero contra escalpelo. Zurdo contra diestro. Los números dos y uno del mundo. Nadal, el hombre que ha llevado a sus límites el estilo moderno de juego de fondo... contra un hombre que ha transfigurado ese estilo moderno, cuya precisión y variedad son igual de importantes que su ritmo y su velocidad de pies".

David Foster Wallace fue autor de las novelas "La escoba del sistema", "La broma infinita" y "El rey pálido"; las narraciones "La niña del pelo raro", "Entrevistas breves con hombres repulsivos" y "Extinción"; el libro sobre matemáticas transfinitas "Todo y más"; los ensayos "Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer", "Hablemos de langostas" y "Esto es agua". Fue, en su primera juventud, un buen jugador de tenis, que estuvo a punto de inscribirse en el círculo profesional de los Estados Unidos, pero, al final, se decidió por la literatura, desde la que compuso páginas apasionadas, certeras, divertidas e inolvidables sobre el juego de la raqueta. Se suicidó el 12 de septiembre de 2008.

Estimaba que los deportes de élite son el vehículo perfecto para la expresión de la belleza humana, a la que él llamaba "belleza cinética", la cual no tiene nada que ver ni con el sexo ni con las normas culturales. "Con lo que tiene que ver en realidad es con la reconciliación de los seres humanos con el hecho de tener cuerpo. Por supuesto, en los deportes masculinos nadie habla nunca de belleza, ni de elegancia, ni del cuerpo. Los hombres pueden profesar su 'amor' al deporte, pero ese amor siempre se tiene que proyectar y representar con la simbología de la guerra. Por razones que resultan difíciles de entender, a muchos de nosotros los códigos de la guerra nos resultan más seguros que los del amor".

De ahí que el gélido Björn Borg fuese equiparado a un samurái. "Era puro hielo", declaró Federer en una entrevista reciente. Él, en cambio, que aparenta ser tranquilo, silencioso y poco gesticulador, es puro ardor. "Yo necesito fuego, diversión, pasión, vivir un torbellino. Pero lo necesito de una forma que me resulte manejable. Si soy puro fuego, termino por volverme loco". De hecho, su ídolo ha sido el croata Goran Ivanisevic, famoso por sus golpes con la raqueta y por sus berrinches. Roger Federer, en cambio, era, en sus ímpetus iniciales, más comedido: se limitaba a arrojarlas contra la red, con cierto cuidado, para que no se rompieran.

Lo cierto es que la psicología del jugador de tenis es muy peculiar. Y los cambios emocionales pueden llegar a ser preocupantes. Dice Federer: "No era de los que siempre están enfadados. Más bien me sentía triste y decepcionado conmigo mismo". Y en esa misma postración anímica ha estado, hasta hace unas semanas, el alicantino David Ferrer, número 20 del mundo: "Sientes inseguridad y tristeza. Hubo un momento en el que perdí la noción de competir, perdí mi esencia". A Nadal le sucedió algo similar en 2015. Y el sueco Mats Wilander, ganador de siete Grand Slam, decidió abandonar el tenis profesional para sacudirse de encima el estrés y hacer lo que realmente le gusta: viajar, acampar al aire libre y jugar al tenis con personas que disfrutan practicándolo, sin pretender alcanzar cima alguna.

En cierta ocasión, con motivo de una entrevista periodística, Jacobo Fitz-James Stuart, hijo de la duquesa de Alba, hizo esta declaración acerca de su éxito laboral y financiero al frente de Siruela, la editorial que él mismo fundó y dirigió, y que, gracias a la publicación de "El mundo de Sofía", de Jostein Gaarder, llegó a facturar anualmente mil millones de pesetas: "El triunfo es, en muchas ocasiones, una forma de fracaso, pues comporta demasiadas obligaciones añadidas, demasiados comportamientos artificiales a tu alrededor". En efecto. Y si no que se lo pregunten a Andre Agassi. Sus memorias, traducidas al español por Duomo y expuestas en las librerías en 2014, van ya por la octava edición, con el título original "Open", cuya lectura arrebató el sueño a la periodista Rosa Montero: "Un texto hipnotizante que me mantuvo una noche despierta hasta las siete de la mañana. Tras acabar 'Open', me reafirmé en algo que ya sospechaba desde hace mucho tiempo: que el éxito y el fracaso forman la columna vertebral de nuestras vidas. O mejor debería decir los éxitos y los fracasos, siempre múltiples, a menudo simultáneos, un agitado rosario de emociones acerbas". En esta obra, Agassi abre su corazón para que el lector conozca el drama de su aventura existencial profundamente desdichada, modelada por la tenaz determinación de un padre autoritario que se empeñó en que debía ser tenista.

Ya lo pregonaba, del balompié, Santiago Bernabéu: "Los dos grandes enemigos de los futbolistas de la actualidad son la vanidad y su padre". Y cuando había que firmar un contrato, daba esta orden: "A mi despacho que venga todo negociado y que el padre espere en la sala de visitas". Agassi considera que la influencia paterna puede llegar al extremo de que el jugador acabe interiorizando al padre: su impaciencia, ira o rabia. Y él era un niño sensible, del que su madre decía que había nacido para ser predicador.

No sucede lo mismo, sin embargo, en la relación con su mujer, Steffi Graf, y sus hijos, Jaden y Jaz, pues le proporcionan paz, afecto, seguridad, confianza y estabilidad. Porque el tenista es, en realidad, un hombre solitario, aun cuando se halle dentro de un cuadrilátero desde el que se elevan los altísimos acantilados de las gradas repletas de espectadores entusiasmados. Pero no puede hablar con el contrincante, ni con el entrenador mientras esté en la pista, ni con nadie. Conversa nada más que consigo mismo, en un coloquio que ya comienza en los ritos preparatorios del partido, al salir de casa, en el traslado, en el túnel de entrada y en el vestuario. Y después, la tensión que genera la rivalidad, la confrontación y la competitividad. Sólo los boxeadores comprenden la dramática soledad del tenista, que se encuentra en el ojo de un emocionante, asombroso y doloroso remolino, en el que únicamente la cercanía de la esposa y de los hijos logran mantenerlo firme y centrado: "El amor me pone en pie".

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