Pablo Iglesias e Iñigo Errejón han dejado de ser pareja de hecho. De hecho es probable que jamás vuelvan a serlo. Iglesias consolida, además, su liderazgo con casi el 90 por ciento de los votos y sigue controlando la dirección, donde sus partidarios son mayoría. Como la política une, desune y rebaja, y la lucha fratricida ha resultado tan violenta, lo más seguro es que en Podemos se imponga en lo sucesivo el yugo férreo de los vencedores sobre los vencidos. Es pronto, no obstante, para saber qué puede ocurrir, la unidad que ayer se proclamaba requiere magnanimidad por parte de los que han ganado y sumisión de los perdedores. En su batalla interna, Podemos no ha hecho otra cosa que evidenciar verticalidad: sólo manda uno y el que le disputaba el liderazgo ya no está en la foto.
La derrota de Errejón puede que sea también una victoria de los adversarios del partido morado. Entre un discurso agresivo y otro modulado, el último atrae supuestamente a un mayor número de votantes. Iglesias es el favorito indiscutible de sus conmilitones pero puede que despierte más recelos que su compañero de disputa entre el resto de españoles, que son mayoría aplastante. Pedro Sánchez también presume de ser el preferido entre los afiliados socialistas y, sin embargo, jamás un candidato del PSOE obtuvo peores resultados en las urnas. Los que pretenden ganar elecciones tienen que hacer este tipo de lecturas.
La izquierda si no sigue el camino que marcan los increíbles hombres menguantes tendrá que entenderse en la política real, alejada del populismo y de la incertidumbre que suscitan muchos de sus planteamientos, no ya radicales sino irreales, para poder desbancar a la derecha. Rajoy ha tenido un fin de semana de lo más venturoso: sale fortalecido de su congreso y mantiene en frente al contrincante que más votos le garantiza entre los españoles inquietos por el radicalismo podemita.
