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Millas

El trasluz

Juan José Millás

Nadie

Hace unos días, en los aledaños de Teruel, un hombre que conducía un camión frigorífico escuchó ruidos en la cabina. Al comprobar que la cinta del precinto estaba rota, avisó a la Guardia Civil. Abierta la cabina, resultó que en su interior viajaba una familia de seis miembros: el matrimonio y cuatro hijos de entre seis y doce años. En el momento de escribir estas líneas se ignora si se trataba de refugiados sirios o afganos. En cualquier caso, estamos hablando de una familia como la de usted o la mía cuyas penalidades, antes de llegar al camión frigorífico, no podemos ni imaginar. Si nos da pereza ir el sábado por la tarde con nuestros niños al centro comercial para que no nos den la lata durante un par de horas, imaginen lo que supone recorrer miles de kilómetros, salvar decenas de obstáculos, esquivar balas, pasar hambre y frío con cuatro críos de esas edades de la mano.

Esta familia habría tenido seguramente un salón-comedor con tele y con sofá en su lugar de origen. Cómo, desde ese sofá, llegaron al interior de una nevera que circulaba cerca de Teruel es un misterio. Tal vez tuvieron que pagar a las mafias que planifican estos viajes alucinantes. Quizá lo hicieron por su cuenta, tantos kilómetros a pie, tantos en autobús, tantos en coche, no hay modo de saberlo. Pero sí podemos hacernos cargo del sufrimiento de los adultos y los niños. Podemos suponer que hasta llegar al área de servicio de la A-23, donde fueron descubiertos, tuvieron que pasar días terroríficos y noches infernales. Si les suponemos la misma organización sentimental que nos constituye, tendremos que añadir a las penalidades físicas las de orden moral, quizá más insufribles.

Pero la noticia es escueta: al abrir la puerta de un camión frigorífico, la Guardia Civil halló en su interior una familia de seis miembros. Tal como está el mundo, nosotros mismos podemos dar con un hallazgo semejante al abrir el armario empotrado de nuestro dormitorio. Tal vez, algunos de esos contenedores que se apilan a miles en nuestros puertos llevan en su interior, en vez de muebles u hortalizas, familias horrorizadas que huyen del hambre y de las bombas. ¿Quién da respuesta a ese gulag disperso que se abre ante nuestra mirada? De momento, nadie. Nadie, nadie. Nadie.

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