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Catedrático de Derecho Administrativo

¿Hay alguien al mando?

Los legisladores y los problemas surgidos en torno al impuesto municipal de plusvalía

Lo que está empezando a suceder con el impuesto municipal de plusvalía es el último ejemplo de la costumbre de nuestro legislador de evadirse de sus obligaciones, forzando a los ciudadanos a acudir en masa a los ya sobrecargados tribunales para que éstos resuelvan el problema.

El impuesto municipal universalmente conocido como de "plusvalía" grava, teóricamente, el incremento de valor de los terrenos urbanos que el propietario percibe cuando se desprende de ellos de cualquier forma (compraventa, pero también herencia, donación o expropiación). Sin embargo, ante la dificultad de calcular cuál es el valor real de transmisión y de adquisición (y, en definitiva, a cuánto asciende la teórica plusvalía), desde 1988 el impuesto se calcula en función del valor catastral del terreno en el momento de su transmisión, así como del número de años que ha permanecido en manos de su propietario y del tipo impositivo fijado por el Ayuntamiento dentro de la horquilla establecida por la ley de Haciendas Locales. Esta regulación se inspira en la creencia -que el final de la burbuja inmobiliaria ha demostrado rotundamente falsa- de que el suelo nunca pierde valor, sino todo lo contrario, de modo que se presume que cuanto más tiempo ha estado en manos de su propietario, más gana éste en el momento de transmitirlo.

En todo este asunto los ayuntamientos no son los culpables, porque tienen que arar con los bueyes puestos a su disposición, es decir, con la cesta de impuestos diseñada por el legislador estatal. Los ayuntamientos no pueden dejar de recaudar esos impuestos (quienes así lo decidieran incurrirían en responsabilidades contables e incluso penales) y, por otro lado, no se les puede acusar de despilfarro cuando en estos momentos -y desde hace años- son la única Administración que concluye todos los ejercicios con superávit y contribuye a compensar el crecimiento de la amenazadora montaña de deuda pública, que tanto la Administración del Estado como las comunidades autónomas alimentan incansablemente año tras año.

De entrada, el impuesto municipal de plusvalía, al incrementar el coste de las transacciones inmobiliarias (al que hay que sumar el IVA o el impuesto de transmisiones patrimoniales, junto a los gastos notariales y registrales e incluso los de agentes de la propiedad inmobiliaria), reduce la liquidez del mercado inmobiliario y, por consiguiente, la circulación de los inmuebles. Si cualquier transmisión inmobiliaria tiene unos costes que rondan -en cálculo impreciso- entre el 10 y el 15%, está claro que quien compra tiene fuertes incentivos para no vender en un plazo de tiempo lo suficientemente largo como para que el incremento de precio permita recuperar esos costes, puesto que en caso contrario cualquier operación se cerrará con pérdidas. Ello contribuye a acentuar el carácter espasmódico del mercado inmobiliario (es decir, periodos alcistas en los que proliferan las transacciones con otros de estancamiento en los que sólo se realizan operaciones forzadas por la necesidad), con graves perjuicios para todos: para la economía, condenada a bruscas fluctuaciones que afectan a numerosos sectores; para las propias administraciones públicas, cuyos ingresos tributarios (impuesto de transmisiones patrimoniales, plusvalía, etcétera) son absolutamente irregulares, agudizando el efecto de las crisis, como ha pasado desde 2008, y para los ciudadanos, que con frecuencia encuentran vinculadas sus decisiones vitales por compras que se ven obligados a mantener para no incurrir en pérdidas.

Pero, con independencia de ello, lo más grave de este impuesto es ese diseño en el que existe una patente contradicción entre el hecho imponible (el incremento de valor del suelo) y la forma de cálculo de la cuota, que prescinde de si existe o no incremento de valor (renunciando de antemano a medirlo), al fijarse únicamente en unos parámetros, como son el valor catastral y los años de permanencia en el patrimonio del cedente, que pueden no decir nada acerca de la existencia y cuantía del incremento. De algún modo, es como crear un impuesto sobre las calorías de los alimentos y fijar su importe en función del color del envase. Dicho de otra forma: se pueden buscar numerosos tributos que sirvan para financiar a los ayuntamientos (incluidos los que gravan las transmisiones de inmuebles, como por ejemplo la cesión de parte de la recaudación del ITP), pero en todo caso tiene que existir coherencia entre el hecho imponible que supuestamente se grava y la cuantía del tributo.

Sin duda que el legislador, que creó el problema hace casi treinta años, ha tenido muchas ocasiones para resolverlo. Tal vez le habría bastado hacer caso a alguna de las sugerencias que desde el ámbito académico se han planteado, muchas veces incluso como resultado de investigaciones financiadas con fondos gubernamentales. De todas formas, la absoluta falta de atención del Gobierno y las Cortes a las propuestas de reforma normativa procedentes de la Universidad no es de ahora ni se reduce a este sector.

En una conocida y reciente sentencia de 16 de febrero, rápidamente seguida por otra de 3 de marzo y con seguridad por muchas otras a partir de ahora, el TC ha dicho que es inconstitucional aplicar el impuesto de plusvalía en aquellos casos en que la transmisión se ha saldado sin plusvalía, es decir, en que se ha transmitido el terreno a un precio inferior al de adquisición. Este pronunciamiento supone un reto al legislador, explícitamente llamado a la reforma del impuesto, que sin embargo seguramente dará lugar a una auténtica invasión de los tribunales semejante a la que se ha producido en relación con las cláusulas suelo, sólo que en este caso dirigida a los de lo contencioso-administrativo. Ojalá me equivoque.

No es casual -el Tribunal Constitucional tenía a su alcance casos procedentes de todos los puntos de España- que las primeras sentencias se refieran a supuestos sometidos a las normativas forales guipuzcoana y alavesa, de contenido semejante a la estatal, pero diferentes. De esta forma, la sentencia no extiende automáticamente sus efectos a los casos sometidos a la legislación estatal, lo que da al Estado la oportunidad de intervenir y regular la cuestión. Además, las propias sentencias subrayan algunas diferencias -ciertamente menores- entre las normas guipuzcoana y alavesa y la estatal, que permiten mantener un cierto misterio en torno a cuál habría sido la respuesta del TC si se le hubiera planteado (o, para ser más precisos, cuando se le plantee) un caso sometido a la legislación de régimen común, es decir, la ley de Haciendas Locales.

Aunque algunos tribunales, para evitar el tiempo de espera hasta el pronunciamiento del TC, habían decidido interpretar las normas reguladoras del impuesto en el sentido de entender que éste no se aplica a los casos de enajenaciones sin plusvalía, el Tribunal cierra el paso a esa interpretación, lo que significa que se erige en único órgano capaz de declarar la inconstitucionalidad de la norma y poner fin al gravamen de las operaciones que se saldan con pérdidas.

No deja de chirriar uno de los argumentos que utiliza el Tribunal. En defensa de las normas cuestionadas, tanto las Juntas Forales como el Estado alegaron que el TC ha admitido en otras ocasiones la constitucionalidad de un tributo aunque en un caso concreto no se cumpla el hecho imponible, es decir, aunque la transmisión del inmueble se salde con pérdidas, sin plusvalía. Responde el Tribunal, sin embargo, que ahora la respuesta ha de ser otra (y eso le lleva a declarar la inconstitucionalidad de la norma) porque esos casos son mucho más abundantes como consecuencia de la crisis inmobiliaria. El argumento me parece muy cuestionable, porque el impuesto grava a ciudadanos concretos a los que únicamente afecta su plusvalía o su minusvalía, y cuya situación no varía por el hecho de que haya más o menos personas en la misma situación. ¿Es que los derechos reconocidos en la Constitución (y aquí está en juego justamente el derecho a que los tributos sólo graven manifestaciones de capacidad económica real, no ficticia, reconocido en el artículo 31) sólo pueden disfrutarse por la mayoría de la población, y no se aplican cuando sólo pueden beneficiar a un grupo pequeño de ciudadanos? Lo lógico parecería más bien lo contrario, es decir, atender especialmente los problemas que afectan a pocas personas (que tienen más dificultades para hacerse oír) que los de grandes grupos, pero aquí parece aplicarse la máxima "mal de muchos, consuelo en los tribunales".

Por otro lado, el Tribunal Constitucional llama, con razón, al Gobierno y a las Cortes a resolver el problema con un cambio de diseño del impuesto, porque la aplicación pura y simple de la sentencia (es decir, no cobrar el impuesto allí donde no haya plusvalía) no soluciona el problema. Y ello porque, como es fácil advertir, se produce un "error de salto" similar al del impuesto de sucesiones. En efecto: quien pierde un euro en la transmisión no paga impuesto de plusvalía, mientras que quien gana (aunque sea sólo un euro) paga el impuesto, cuya cuota puede ser de miles de euros. Está claro que se produce una gran distorsión en la formación de los precios con efectos nocivos que incluso pueden impulsar el fraude.

Un problema, en fin, creado por el legislador y que podría haberse abordado a tiempo. Ahora tendrá que hacerse con prisa.

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