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Trump saca a gente del armario

Había por ahí un montón de gente reprimida al no poder decir en público -ni aun en privado- lo mal que le caen las mujeres, los moros, los negros, los liberales, los maricas y cualquiera que se salga de su estrecho margen de tolerancia. Donald Trump acaba de sacarla de la cueva. Toda esa tropa políticamente incorrecta que a lo sumo vivaqueaba en los foros y dejaba fluir su rencor en las redes sociales ha salido del armario.

La imprevista llegada de este presidente a la Casa Blanca ha animado a todos los reaccionarios del mundo a exponer sus opiniones sin complejos. Ya no necesitan del anonimato para expresar la simpatía que les merecen los racistas, los xenófobos, los misóginos y si fuere preciso el mismísimo Ku Klux Klan. Una organización que, por cierto, apoyó a Trump durante su campaña.

Parece lógico. El acceso de un sujeto elemental y no muy letrado al poder es siempre de gran consuelo para las masas. Si un émulo de Jesús Gil con flequillo puede ganar la presidencia del único imperio realmente existente, los simples de vocación entenderán que nada está fuera de su alcance. Uno de los suyos ha llegado a la cumbre.

Trump ha socializado el poder, por así decirlo. Ha empoderado a la gente o, cuando menos, a esa parte de la sociedad que se lleva a matar con los libros y las buenas maneras. A falta de talento, un político debe empatizar al menos con sus seguidores hasta el punto de hacerles creer que es uno de ellos. El nuevo emperador lo ha conseguido sin más que apelar al patriotismo de chatarrería bajo el lema "Hagamos que América sea grande otra vez". Una vez que el país sea aún más grande, también lo serán todos los americanos sin distinciones: ya se trate de los millonarios como el propio Trump, ya de los desheredados de las fábricas que lo han hecho presidente con su voto.

La de Trump es una proclama nacionalista que, como todas las de este carácter, hunde sus raíces en la inseguridad. Poco que ver con su antecesor Ronald Reagan, que era consciente del poderío de su país y aplicó un programa de desregulación y apertura comercial que dio origen a la actual globalizción. A diferencia del débil Trump, aquel actor secundario no le temía a la competencia.

Sobre esta identificación entre el moderno político televisivo y sus seguidores escribió con gran tino el filósofo Gustavo Bueno. "Los políticos comprobaron", decía a propósito del programa "Gran Hermano" de la tele, "que varios jóvenes metidos en una casa y sin hacer nada eran seguidos por millones de personas. Y entonces se dijeron: ¡anda: igual que nosotros!".

Lo mismo ocurre, solo que a la inversa, con Donald Trump: un gobernante fogueado en los "reality shows" de la tele, como todos los de la llamada nueva política. Gracias a él, millones de espectadores -y televotantes- comprobaron que un sujeto irascible, aparentemente inmaduro y de ideas primitivas podía aspirar con éxito a la presidencia de la nación más poderosa del mundo. "¡Uno de los nuestros!".

Son los que ahora braman abiertamente contra el progresismo y la libertad de prensa (o de cualquier otra clase) con la tranquilidad que da el pensar lo mismo que el hombre más poderoso del mundo. Eran más simpáticos cuando vivían en el armario.

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