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Millas

El trasluz

Juan José Millás

Cómplices

En el metro, madre e hija discuten sobre si las obsesiones son buenas o malas. La madre dice que matan, a lo que la hija responde con un gruñido.

-Por ejemplo, la obsesión de lavarte las manos todo el rato -insiste la madre- no conduce a nada.

-Yo no me lavo las manos todo el rato -protesta la hija.

-Todo el rato no, pero siete u ocho veces al día sí -dice la madre.

-Siete u ocho veces al día no es todo el rato -replica la hija.

-¿Y qué obtienes de ello? -ataca la madre.

-Placer -dice la hija-, me gusta colocarlas debajo del chorro de agua fresca, enjabonarlas, ver cómo la espuma crece entre los dedos, sentir cómo arranca la suciedad de los poros de la piel y luego aclararlas.

Escuchándola, dan ganas de buscar corriendo un lavabo y proceder.

Tras unos instantes de silencio rencoroso, la hija pregunta a la madre si no es una obsesión limpiar todos los días los pomos metálicos de los armarios de la cocina. La madre dice que fue un error ponerlos de cobre, porque el cobre es muy sucio y hay que sacarle continuamente el brillo.

-Además -añade-, lo hago también por una cuestión de higiene, pues cada vez que los abrimos y los cerramos dejamos en ellos una buena cantidad de gérmenes.

-Los dejaréis vosotros -dice la hija-, yo los toco siempre con las manos limpias.

Advierto, pues, que las dos son obsesivas, aunque cada una piensa que el problema es de la otra. Me gustaría decirles que viven distanciadas por aquello que debería unirlas, pero no soy quién para meterme en la conversación. Entonces saco una toallita refrescante de las que llevo siempre en el bolsillo y me desinfecto ostensiblemente las manos con ella. La madre le da con el codo a la hija, señalándome con la mirada, y ambas sonríen, cómplices, frente a quien toman por un loco de la limpieza.

¡Qué fácil es colaborar a que la gente se lleve bien!, pienso.

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