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Pilar Garcés

Trabajando con tacones

A propósito de la imagen de Donald Trump y Theresa May de la mano

Mucho sorprendió a la opinión pública mundial la imagen de Donald Trump y Theresa May cogidos de la mano por los pasillos de la Casa Blanca durante su primer encuentro en el mes de enero. La extraña sintonía física entre dos mandatarios que acababan de conocerse se explicó primero con un flechazo ideológico y de expectativas políticas, pero después resultó tener más que ver con un miedo patológico del presidente de Estados Unidos a las rampas y escaleras llamado batmofobia, que le hace buscar instintivamente apoyo en el prójimo. Cuando lo leí, me pareció chocante que el líder de la primera potencia mundial quisiera el sostén de una mujer como la primera ministra británica, que bastante tiene con no caerse de sus tacones de aguja. "Tú que no puedes, llévame a cuestas", dice la sabiduría popular.

El equilibrio planetario descansó durante breves momentos sobre unos zapatos rojos no muy altos, pero sí sostenidos en cuñas finísimas con efecto bamboleo. La jefa de los conservadores británicos siempre ha mostrado su gusto por el calzado de diseño original, con hormas muy puntiagudas, abalorios y materiales que imitan los dibujos de la fauna salvaje, y muchas veces taconazos. Lo sé porque su predilección por los zapatos apareció en absolutamente todos los perfiles que se publicaron en la prensa seria cuando se hizo cargo del gobierno del Reino Unido después del referéndum del "Brexit" como un rasgo relevante de su biografía. Ni idea de si Vladimir Putin prefiere botas o alpargatas, del pie que calza François Hollande o del tipo de mocasines que elige Mariano Rajoy. Sin embargo, ríos de tinta corren y correrán sobre las plataformas que suele lucir la reina Letizia, cuya agenda de actividades no importa nada en comparación con sus estilismos, o sobre la total falta de aprecio por el calzado lujoso de Angela Merkel, que tiende a caminar plana.

"Señora primera ministra, quítese los tacones y dé un ejemplo del que pueda sentirse orgullosa", pidió una sindicalista a May poco antes de ser proclamada en septiembre nueva lideresa del Partido Conservador. La reclamación venía a cuento de la campaña desarrollada en internet por Nicola Thorpe, despedida de su puesto de recepcionista en una oficina londinense de la empresa Pricewaterhousecoopers por negarse a utilizarlos como parte de su uniforme. La joven, que intentó pasar jornadas laborales sobre unos incómodos zapatos altos y lo dejó por imposible, reunió 150.000 firmas que impulsaron la discusión sobre los códigos de vestimenta en el trabajo en la Cámara de los Comunes. El informe que allí se expuso recogía los testimonios de cientos de británicas que expresaban los problemas de espalda, dolores y dificultades para desempeñar su labor con un calzado elevado que jamás se exigiría a sus compañeros. Los estudios médicos que se aportaron concluían en "los riesgos que para la salud y el bienestar a corto y medio plazo" apareja el uso de tacones. Además, las quejas femeninas apuntaban al hecho de que buena parte de los uniformes buscan ofrecer una imagen sexy de las mujeres, y elegante de los hombres. La Cámara aconsejó a las empresas revisar sus normas y adaptarlas a los nuevos tiempos.

Menos tibia, la provincia canadiense de la Columbia Británica, gobernada por una ministra principal, Christy Clark, prohibirá por ley a las empresas que impongan un calzado diferente dependiendo del género. Es una batalla ganada en esta guerra. Theresa May sigue usando tacones, pero tal vez porque ella sí puede elegir.

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