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Hijos de la fe

Tomasz Peta es el arzobispo de la diócesis de María Santísima, en Astaná (Kazajistán). Nació en Inowroclaw (Polonia), en 1951, pero, al igual que muchos connacionales, se sintió llamado a ejercer el ministerio sacerdotal en las repúblicas desmembradas de la Unión Soviética, en las que la fe cristiana logró sobrevivir a una atroz persecución antirreligiosa, especialmente violenta en los años 1930 y 1940.

Monseñor Peta recibió la ordenación episcopal en 2001. En un encuentro de obispos con el Papa, en Roma, este prelado evocó el largo y durísimo período de brutal hostilidad contra los cristianos en las regiones de las que él provenía, los cuales fueron deportados a campos de concentración erigidos en medio de las ilimitadas y gélidas estepas de Kazajistán, que es, según se dice, el noveno país más grande del mundo, con casi tres millones de kilómetros cuadrados.

El arzobispo Peta dijo ante el Papa estas palabras: "En nuestro país, Kazajistán, en Asia Central, un número incontable de católicos deportados no tuvieron, durante décadas, acceso ni a sacerdotes ni a iglesias, ni a biblias ni a sacramentos. Sólo al bautismo, que ellos mismos administraban a sus hijos. Pero tenían el rosario. Gracias al rezo del rosario pudieron preservar la fe en su interior, la comprensión de las verdades esenciales de la fe católica, la dignidad humana y la esperanza en que llegarían tiempos mejores".

En aquella reunión romana de obispos con el Papa se hallaba también el franciscano ucraniano Petro Herkulan Malchuk. Era entonces obispo auxiliar de Odesa-Simferópol; luego sería arzobispo de Kyiv-Zhytomyr. Falleció en 2016. Tenía 50 años. En Ucrania, las persecuciones, internamientos en gulags y padecimientos de obispos, sacerdotes, religiosos y seglares, fueron de una crueldad indescriptible. De la perseverancia en la fe, en tiempos difíciles para la vida cristiana, habló precisamente el obispo Malchuk:

"Deseo dar las gracias de todo corazón a los administradores de la Palabra de Dios, traductores, teólogos, exegetas, predicadores y, especialmente, a nuestros padres y a aquellos líderes de las comunidades cristianas que, bajo el régimen comunista, nos transmitieron y enseñaron verbalmente la Palabra del Señor, de la que no disponíamos por entonces de ejemplares impresos.

En el país no había una sola iglesia, ni un sacerdote, ni Biblia, ni catecismo. Sólo existían reuniones para rezar. Se oraba meditando, o haciendo el vía crucis, o recitando el rosario. Si a alguien se le ocurría, contaba algo que hubiese escuchado o leído de los escritos de los santos de cualquier parte.

En las familias se daba gran importancia a la enseñanza del padrenuestro, el avemaría, el credo, los diez mandamientos de la ley de Dios, los cinco de la Iglesia y algo de catecismo.

Al menos una vez al año, se hacían cientos de kilómetros para ir adonde había un sacerdote y recibir los sacramentos. En el pueblo, se rezaba diariamente en comunidad; en Navidad, se anunciaba de casa en casa el nacimiento de Cristo; el día de la Resurrección, los niños la pregonaban por las casas".

Todo cambió con la quiebra del sistema comunista. Ahora hay iglesias, escuelas, biblias impresas, catecismos, y sacerdotes que "gracias a Dios no han acabado con la tradición local ni con lo que ha mantenido la vida de toda la comunidad durante un larguísimo período de tiempo", pues, según monseñor Malchuk, "a veces, personas llamadas al servicio de la Palabra son un obstáculo para su difusión".

Siempre se ha dicho que el cristianismo pervivió en la Unión Soviética, y en los países de su órbita, gracias a que, en los hogares, se mantuvo encendida, generalmente de mano de la madre, la llama de la fe. Cuando se descompuso el régimen comunista, las comunidades cristianas no hicieron otra cosa más que visibilizar en la plaza pública lo que nunca habían dejado ni de creer ni de vivir en las catacumbas. "He llegado a un convencimiento: es una ingenuidad pensar que la religión se puede erradicar de la vida, como creían los liberales en el siglo XIX, como creían los marxistas", declaró el escritor Mario Vargas Llosa en una entrevista publicada por un periódico español.

En fechas recientes, una proposición no de ley para suprimir la misa en RTVE, presentada en el Congreso de los Diputados, ha provocado, no un debate social, sino una escorrentía inimaginable de adhesiones a ese espacio religioso. La calle se ha posicionado en contra, y, para recusar la propuesta, y mostrar un total desacuerdo respecto a ella, se ha invocado el derecho a la libertad religiosa y al uso de medios públicos por toda la ciudadanía, cualesquiera que fuesen sus ideas o creencias, y ha aumentado el número de televidentes de la misa en la 2 de RTVE.

Pero lo que más ha llamado la atención ha sido la universal consideración para con las personas mayores, enfermas e impedidas. Y así, columnistas que se declaran agnósticos o partidarios de políticas laicistas han salido, en sus tribunas de prensa, en defensa de la emisión de la misa en la televisión pública en nombre de sus padres ancianos, que la siguen, domingo tras domingo, en su domicilio familiar o en la residencia para mayores en la que son atendidos.

Y es que algo se le remueve a un hijo, muy adentro, cuando, sentado junto a su madre, que ya no logra asociar nombres, caras y recuerdos, y está encendida la televisión, de la que ella no aparta su mirada, durante la retransmisión de la misa, al escuchar las oraciones, los saludos litúrgicos o los cantos, con los que está familiarizada desde niña, los reconoce, los sigue e incluso los entona. Y es ahí en donde el hijo encuentra un punto de convergencia con la madre.

Es por ello por lo que, cuando la televisión está apagada o retransmitiendo programas insulsos que no logran captar la atención de la que no tuvo ojos nada más que para su familia, el hijo le dice: "Mamá, vamos a rezar juntos el padrenuestro". Y ella, con su mirada perdida, va rescatando, de entre los cendales de neblina que se expanden imparables en su mente, las palabras de la oración de Jesús. Y prosigue: "Santa María, Madre de Dios". Es entonces cuando, en esta sociedad que se autocalifica de descreída, refulge victoriosa, una vez más, la fe de los padres, la de siempre, en los hijos, para los que una proposición, tanto de ley como no de ley, nada vale si va contra aquello que proporciona consuelo a una madre, a un padre, ya ancianos, y, por lo visto, también a sus hijos.

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