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La mirada femenina

Detrás del casting

Muchas jóvenes actrices no se atreven a denunciar los abusos

Muchas jóvenes actrices prefieren olvidar todo lo que tuvieron que pasar en sus inicios. A menudo no se atreven a denunciar los abusos por los que se vieron obligadas a pasar en su ascensión hacia el éxito. Es una especie de peaje que hay que pagar. El peaje del triunfo lo llamo yo. En el que los límites del bien y del mal quedan desdibujados. Los agentes o representantes actorales son un buen filtro para que las jóvenes actrices se sientan algo más protegidas. Pero muchas no tienen la suerte de optar por un agente y se ven obligadas a ir por libre.

Obviamente hay casos más extremos que otros. Algunas, las menos, tienen la suerte de cruzar la puerta grande sin haber pasado por nada de todo esto.

Lo cierto es que podríamos hablar de abusos similares en todo tipo de profesiones. Son muchas las mujeres que se ven envueltas en situaciones parecidas, ejerciendo cualquier tipo de trabajo. Por ello, es importante enseñar a las niñas a defenderse desde pequeñas y a ser firmes en sus ideas y planteamientos.

No sé cómo funciona ahora el asunto, pero a finales de los noventa ser actriz requería de una firmeza y un equilibrio extraordinarios. En cierta medida tuve la oportunidad de vivirlo en carne propia. Y yo, una más del montón, reconozco que no logré sostenerme en la cuerda floja y terminé renunciando a ese sueño.

Acababa un ejercicio en la escuela cuando mi profesor de teatro se acercó a mí y me anunció que me habían seleccionado para el casting de una obra de un amigo suyo. Él, personalmente, había hablado con su amigo de mí. Me emocionó que lo hiciera. Me sentí especial y elegida, algo que cualquier joven actriz necesita. Apenas llevaba un año en Madrid y en aquella escuela me había integrado a la perfección, formaba parte de una gran familia; me encantaba ir a clase y el grupo de actores con el que me preparaba era maravilloso. Compartíamos esa virginal mirada del arte de actuar, creíamos ciegamente que el teatro dotaba de sentido a la existencia porque la sublimaba.

Aquel casting me cogía un tanto por sorpresa. Aún me quedaban meses para finalizar mi formación y si por un milagro me daban aquel papel tendría que abandonar los estudios. Una parte de mí pensaba que no debía hacerlo. Pero, una vez más, no me escuché.

"Es un papel protagonista y la obra es brutal", añadió el profesor.

Preparé la prueba con esmero delante del gran espejo que junto a la cama y el sofá de mi abuela constituían toda la decoración de mi pequeño apartamento. Pasé tantas horas actuando sobre esa cama? Entonces no había smartphones y los móviles servían sólo para hacer y recibir llamadas. Recuerdo que me grababa con una videocámara y luego evaluaba si mi actuación era creíble.

Mi personaje, la Jenny, una niña mágica, una flor de estercolero que habitaba en una roulotte rodeada de personajes indeseables; su padre, un desalmado, su madrastra, una mujer desagradable y obscena, y un hermano trapichero que abusaba de ella, era un milagro en medio de semejante fauna.

Tuve que prepararme un texto y hacer una improvisación en la que miraba a una pantalla imaginaria y hacía movimientos de kárate. Jenny era fan de Bruce Lee.

La prueba tuvo lugar en un emblemático teatro de Madrid. Una vez finalizada me mantuve quieta sobre las tablas del escenario esperando que el director se pronunciara.

"Ha estado bien; ahora quítate la ropa", dijo.

"¿Cómo?", pregunté yo pensando que tal vez le había entendido mal. "Que te quites la ropa", repitió

"¡No quiero hacerlo!".

"Si quieres el papel, tienes que hacerlo", insistió.

"¡Nadie me ha avisado de esto!". No entendía cómo mi profesor no me había mencionado algo así. Si lo hubiera sabido, tal vez ni siquiera me hubiera presentado, o me hubiera podido poner unas mallas, o mentalizarme haciendo yoga o tomarme un whisky doble. Aquello me pareció demasiado.

"¡Quítate la ropa!", ordenó el director, y ante mi tercera negativa aclaró que en la obra había una escena en la que la niña era vendida a un asesino a sueldo y salía desnuda. Él necesitaba ver si mi cuerpo le encajaba.

"¡No pienso hacerlo!", concluí.

El director se levantó de su asiento en el patio de butacas, haciendo aspavientos, y se vino hacia mí. "Sabes", me dijo, "¡eres una borde!".

"Nadie me ha avisado de que tuviera que desnudarme", le dije mirándole fijamente a los ojos. Me di la vuelta y me fui.

Dejé aquel teatro pensando que jamás me darían ese papel, ni ése ni ningún otro. Probablemente, nunca llegaría a nada puesto que tenía demasiados escrúpulos. Pasé una noche terrible, desorientada, confundida. ¿Cuán importante era para mí actuar? ¿Qué precio estaba dispuesta a pagar?

A la mañana siguiente recibí una llamada del director.

"Eres una borde pero el papel es tuyo, eres la Jenny, ¡felicidades!".

Lloré de alegría, y esa noche bajé todas las defensas. Fue entonces cuando mi profesor se me echó encima como una hiena. Luego supe que no fui la única alumna a la que trató de cobrar por sus favores.

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