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El Edén

Llanes, el edén de su infancia y juventud, el "pudrideru" de su madurez y su vejez, no se mezclaban nunca en la mente de Pablo Ardisana. No podían, él no podía. Eran como el agua y el aceite, que no ligan aunque estén en contacto. El primero, sepultado por el ladrillo y la toxicidad turística, sobrevivía en su memoria; el segundo se le imponía solo, por la fuerza de los hechos. Podías ir a verle y hablarle de cualquier playa, de cualquier pueblín, y él asentía, te daba la razón: "Sí, es una hermosura". Pero siempre añadía: "Tú no sabes cómo era antes esto". Siempre tenía un recuerdo a punto de ese mismo lugar que le otorgaba una dimensión extra; algo que tú no habías visto, una anécdota, un sucedido: condición de mito.

Si algo se pierde con la muerte de Ardisana, aparte de su lúcida mente y su punzante sentido del humor, es esa capacidad de ver lo ya no vive como si aún estuviera vivo. Y lo está: en sus poemas y en ese proyecto de memorias de infancia que, hasta donde yo sé, dejó inconcluso. Esa recolecta de recuerdos podría titularse, guapamente, "El Edén". Nunca me la dio a leer ni yo se la pedí, pero en las muchas tardes que pasé en su compañía hablando de poesía (poco) y de política (mucho), llegue a saber de ella lo suficiente como para intuir que encierra el locus amoenus llanisco. Un lugar de placidez y seguridad, una Edad de Oro para los niños y los no tan niños que ni siquiera la dictadura negreaba. O eso decía él, que en esto, como en casi todo lo demás, tenía opiniones no asimilables por el común.

Esa actividad, la de pensar libremente, le fue arrinconando, y él, ayudado por su mala salud y sus dificultades motrices, decepcionado con todos y con todo, se recluyó en su casa de Hontoria con el teléfono como único instrumento de comunicación. Nada de correo electrónico y cartas, las justas; libros, sí, también, y visitas, muchas visitas; no recepciones o audiencias, pues era él quien se sentía agradecido por que le reservaras un par de horas de tu tiempo de vacación. Hablar era su vicio.

Con los años y las visitas veraniegas, sin salir más que lo estrictamente necesario del valle de San Jorge, un poco del edén que él conoció fue pintándoseme dentro, y ahora puedo recorrer con la vista algunos lugares interiorizando su pasado, rastreando en ellos las huellas que Pablo me enseñó a reconocer. No son muchos, pero alguno queda, y dado que él ya no está sentado en su sillón de brazos, sino que anda suelto y menos impedido por ahí, igual me permito visualizarlo en compañía de otros infantes a la caza de moras o de piescos. Su talla, en este caso, ayuda. Y su bondad y picardía, también.

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