Éste es un país aficionado a los reglamentos. Hay no una sino varias leyes para cada cosa y a veces contradictorias, según emanen del Gobierno central o los autonómicos. Nada gusta tanto a las administraciones como regular cualquier aspecto, hasta el más nimio, de la vida de los ciudadanos. Luego, entre tanta abundancia, la mayor parte de las normas acaba por infringirse, o cuenta con múltiples excepciones que en la práctica la convierten en inútil. Pero, eso sí, cuando a los dirigentes y burócratas les da por aplicar un artículo lo hacen a rajatabla, sin miramientos ni razonamientos, y aun a costa de perjudicar los propios intereses generales. Eso ocurre con el estatuto de incompatibilidades del Conservatorio de Oviedo, una institución académica que depende de la Consejería de Cultura.

Los profesores de música asturianos no pueden ofrecer conciertos. No se trata de consolidar privilegios, ni de cobrar sobresueldos, perder clases o disfrutar de viajes recreativos remunerados a costa de horas de trabajo, según argumentan los propios afectados, sino de que los enseñantes de instrumentos con carreras de nivel cuenten con flexibilidad para atender sus compromisos artísticos. O sea, de desplazar jornadas lectivas y encajar horarios para dirigir orquestas o actuar como solistas.

Las leyes están para respetarlas. Pero cuando quienes las aprueban las convierten en trituradoras del buen hacer profesional y de la capacidad, o quienes las aplican pretenden usarlas como cortapisas castrantes del virtuosismo, producen el efecto contrario al que persiguen. En vez de garantizar la libertad y armonizar las mínimas condiciones de igualdad, competencia y fiscalización, las laminan. La labor educativa implica una enorme responsabilidad social, no sólo por el compromiso de quien enseña para dotar a las nuevas generaciones de recursos que les permitan tomar las riendas de su destino, sino por la obligación de cada docente de revertir a la sociedad, en erudición y creatividad, parte de lo que ésta invirtió antes en proporcionarle una formación de provecho.

Lo curioso del caso del Conservatorio es que todo el mundo, hasta los encargados de solucionarlo, está de acuerdo en que se trata de una aberración injustificable. Que una institución produzca músicos excepcionales, y que éstos decidan seguir vinculados al centro para atraer y educar a nuevos alumnos, debería ser motivo de orgullo antes que de conflicto y dilema. Nada tiene que ver el control con la estupidez: con cada genio expulsado por estas rigideces tóxicas, Asturias dinamita un tejido cultural básico.

Ocurre igual en otros ámbitos. Si un premio Nobel quisiera sentar cátedra en la Universidad de Oviedo le resultaría imposible porque no hay modalidad contractual para acomodarlo. Los escritores y poetas jubilados que llegan a la edad del retiro son obligados a dejar de publicar o a renunciar a su pensión. Científicos de máximo nivel padecen dificultades para acceder a la tecnología de vanguardia de los laboratorios por el sistema de filtros internos montado por miserias académicas para monopolizarlos. Los investigadores y los profesores invierten una cuarta parte del tiempo de su actividad en papeleos ineficientes y en justificaciones imbéciles.

El Principado obliga a los médicos a retirarse al cumplir los 65 años. La medida forzó a muchos profesionales a plegar velas en plenitud de facultades. Años más tarde, la sanidad regional comenzó a sufrir escasez de facultativos en determinadas áreas, lo cual evidenció, además, un deficiente cálculo de las necesidades de plantilla. Y encima para cubrir las vacantes prima la antigüedad y no el mérito.

Facilitar que los números uno de cualquier especialidad prefieran quedarse aquí y compartir su buen hacer, teniendo suculentas ofertas en otras partes, debería ser un asunto de máxima prioridad porque engrandece la región y multiplica el valor de la marca Asturias. Que los partidos permitan pudrirse asuntos así demuestra que siguen tomando a los votantes por comparsas y que la política dista mucho de servir a los ciudadanos. No hay razón alguna para pelear el talento con las inspecciones rigurosas, indispensables para el buen gobierno de lo público. Persistir en la necia línea de enfrentar ambas cualidades, por ineptitud o cainismo, implica condenar eternamente a los asturianos a la insufrible mediocridad.