El primer logro de la, de antemano, fallida moción de censura de Pablo Iglesias es conseguir que los indignados sean los otros, todos los que reaccionan de forma airada ante el brete en que los coloca el mayor de los oportunistas que se sientan en el Congreso de los Diputados. Cuando atravesaba por un momento de atonía, resultado de la decepción de una parte de sus electores, de una pacificación interna no exenta de castigo y de una resistencia a someterse a la invisibilidad del trabajo parlamentario, Podemos encontró la forma de marcar la agenda política y vincularla a un tema de creciente sensibilidad social como la corrupción.
Iglesias sorprende a los socialistas sumidos en un prolongado ensimismamiento, de una de cuyas consecuencias, la pérdida del liderazgo opositor, deja constancia la reacción furibunda del PSOE al ver que el líder de Podemos entona el "¡Váyase, señor Rajoy!" con desfachatez impropia de quien, también y a su propia manera, allanó el camino al presidente. Podemos quiere que sea evidente la tibieza de los socialistas y Ciudadanos ante la nueva subida de nivel de la ciénaga y, de paso, cuestionar la mecánica parlamentaria con la que ambos no han conseguido ni siquiera que esté constituida la comisión de investigación ante la que el líder del PP se supone que comparecerá algún día. En la calle hay más fuerza que en una Cámara con exceso de lastres procedimentales y, por ello, ante el rechazo de todos los grupos a su iniciativa, Iglesias busca convertirse, de nuevo, en punta de lanza del clima social de indignación contra ciertos efectos colaterales de la vieja hegemonía política que fue su sustento original.
Aunque nunca lo reconocerá, la moción de censura es su retractación ante la oportunidad perdida de haber contribuido a una ruptura posible, cuya necesidad se impone ahora con evidencia, que consistía, tras las elecciones de diciembre de 2015, en acabar con la política de los vínculos oscuros.
