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Pluriespaña

El desvarío de patrocinar el retorno al régimen de Taifas

A diferencia de los grandes Estados, que apenas cuestionan su nacionalidad, aquí no dejamos de abrigar dudas sobre tan delicado asunto, generando inquietudes e incertidumbres sobre bases sencillamente irracionales. En un mundo mestizado, en el que es posible trasladarse entre hemisferios en pocas horas, en el que un pequeño agricultor es capaz de vender sus arándanos a clientes localizados a miles de kilómetros, o en el que la Torre de Babel ha unificado las lenguas en torno al mandarín, al castellano y al inglés, patrocinar el encastillamiento y el retorno al régimen de Taifas constituye un desvarío recio, por no calificarlo de simpleza mayúscula.

Esa cantinela de los hechos diferenciales, sobre la cual han montado unos españoles su tinglado frente a otros, resulta imposible plasmarla en la ley si no es a costa del venerable principio de igualdad, consagrado entre los derechos fundamentales de las Constituciones contemporáneas. Ello sin perjuicio de la imposibilidad física y hasta metafísica de determinar tales diferencias, que no existen más que en el sorprendente imaginario colectivo de personas que viven en sociedades abiertas y cosmopolitas y que sin embargo porfían en la vuelta a las murallas. Como sostiene con gracia Boadella, habrá que agradecer a conspicuos líderes españoles el inmenso favor que nos han hecho al haber detectado esas ficticias disparidades que ni los propios ideólogos separatistas han podido hasta ahora aclarar.

España es una realidad geográfica bien definida, además de un sujeto histórico con indiscutible identidad que como tal figura proclamada en nuestras normas. Ningún dato nuevo ha surgido desde 1978 que permita alterar esa pacífica ecuación. Es más: en las tierras donde se agitan estos temas es precisamente en las que los fenómenos migratorios, internos y externos, han operado con mayor intensidad, lo que no deja de resultar paradójico. Quienes llegan a esas zonas desde el extranjero o desde otros territorios españoles no dudan de que lo hacen a esa sólida personalidad colectiva llamada España.

Los que defienden la idea plurinacional de nuestro país, además de evitar poner por escrito el detalle de tan llamativa cogitación para que podamos ilustrarnos de su concreto alcance -seguramente porque lo desconocen-, parten de una distorsión de la realidad verdaderamente notable, derivada del hecho de que la querencia a unas raíces, a los acentos o las tradiciones, son motivos suficientes para trocear o empequeñecer una nación, cuando es justo lo contrario. No hay, aquí, más que un Estado, forjado históricamente en el contexto nacional e internacional y al que los españoles seguimos aceptando en su práctica totalidad, aunque nutrido desde la base a través de peculiaridades locales y compuesto socialmente por gentes procedentes de los más variopintos orígenes. Lo propio sucede en las principales naciones europeas, que sin embargo no se han autoproblematizado absurdamente como nosotros, haciéndonos daño y convirtiendo a esta materia en una pesada monserga con trasfondo meramente presupuestario o hacendístico que lastra cualquier posibilidad de abordar empresas colectivas y de asegurar una convivencia solidaria entre españoles, además de echar por tierra cualquier tibio ensayo de alimentar el sano orgullo nacional.

Ni hay varias Españas, ni nación de naciones. Ni Estado plurinacional, aunque se funde en ocurrencias bolivianas a las que el derecho constitucional comparado no ha prestado aún excesiva atención, ni lo tiene previsto. Lo que existe es un país que debe enfrentar desafíos colosales en múltiples ámbitos y que necesita hacerlo unido, pasando página de una vez por todas de plúmbeos debates bizantinos que no conducen a ningún lado, salvo al derroche de tiempo y recursos, además de la paciencia.

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