El 83 por ciento de los funcionarios del Principado y del Estado en Asturias se jubilará durante los próximos quince años. Quedarán 35.000 plazas vacantes, 30.000 en la Administración regional y 5.000 en la estatal. Una oportunidad de oro, quizá la última, para acometer la gran reforma pendiente de la función pública. Un nuevo paradigma se abre paso a velocidad desconocida en sociedades torturadas por la incertidumbre. Abordar los complejos retos del siglo XXI con arquitecturas burocráticas del siglo XIX resulta misión imposible. Las administraciones públicas que sucumban a las presiones para que nada cambie y no sean capaces de adaptarse para seguir siendo útiles al ciudadano se juegan su propia pervivencia.

Entre ayuntamientos, Comunidad Autónoma y Estado, Asturias tiene cerca de 57.000 trabajadores públicos. Las administraciones generan uno de cada seis empleos en la región. El grueso se concentra en el Principado, que ya tiene a más personas en nómina que al inicio del "tijeretazo" impuesto por la crisis. Tanto en instancias municipales, como en la regional o en la estatal, el envejecimiento es tan evidente como preocupante. La edad media de los funcionarios supera los 50.

Por razones puramente biológicas, la situación está empezando a dar un vuelco. Buena parte de las actuales plantillas, configuradas en la década de los años 80, en plena construcción del Estado autonómico, se jubilará en apenas tres lustros. La desbandada constituye una amenaza para las administraciones, que perderán experiencia y músculo, pero también una ocasión seguramente irrepetible para abordar, de una vez por todas, los cambios tantas veces postergados.

El Ejecutivo de Rajoy anunció en 2013, acuciado por la recesión, una reforma que pretendía ahorrar 37.700 millones de euros y mejorar la eficiencia en los servicios públicos. Consistía, a grandes rasgos, en reducir empresas públicas autonómicas, eliminar duplicidades y liquidar los llamados chiringuitos del poder. Entonces nos preguntábamos si el Gobierno de la nación tendría verdadera voluntad de sacarla adelante, si lo lograría o se estrellaría contra muros de carácter político, corporativo y sindical. La respuesta salta a la vista.

La jubilación masiva de empleados públicos, un millón en España durante la próxima década, abrirá las puertas de ayuntamientos, autonomías y del propio Estado a jóvenes bien formados, hijos de su tiempo, con habilidades digitales, ilusión y capacidad de aprender. Sería imperdonable que esa savia nueva se fuera por el curso de un modelo organizativo esclerotizado, incapaz de romper con la dinámica de reproducción de sí mismo.

Más allá de la renovación del personal, que lógicamente hay que abordar, la modernización de la Administración puede entenderse en el sentido puramente tecnológico. El 30 por ciento de los puestos administrativos, especulan algunos, serán suplantados por robots. Desde finales del año pasado todos los departamentos tendrían que estar funcionando con expediente electrónico, sin papeles, de modo que el ciudadano pudiera realizar sus trámites sin salir de casa. Completar la digitalización sería un paso de gigante, una verdadera transformación, pero ¿bastaría? Definitivamente no.

La decimonónica función pública española necesita un cambio radical y simultáneo en varios frentes. Antes de incorporar a una avalancha de nuevos funcionarios, reproduciendo mecánicamente el modelo vigente, habría que pensar y definir las funciones que debe desempeñar la Administración del siglo XXI, la estructura más adecuada, el tamaño de lo público, el personal necesario, las relaciones laborales, la posible externalización de servicios, la modificación de los sistemas de reclutamiento, la revisión de la carrera profesional, la introducción de cierta flexibilidad en algunas áreas, el coste que puede sostener el contribuyente... La productividad, por ejemplo, existe de manera hipócrita: se paga de manera totalmente igualitaria porque las presiones corporativas y sindicales impiden otra cosa.

No se trata de dinamitar derechos laborales ni de precarizar el empleo, sino de introducir criterios de eficiencia, mérito, imparcialidad, independencia y capacidad; de restablecer los controles que el poder político anuló para hacer de su capa un sayo y de acabar con una estructura insoportable en coste para el país. Mal empezamos cuando sin abrir tan siquiera la reflexión, alentados por la recuperación económica, la proximidad de elecciones y la urgencia de aplacar la indignación ciudadana, los sindicatos y el Ministerio de Economía han pactado ya la convocatoria de 67.000 plazas y un proceso para convertir a miles de interinos en fijos.

Tampoco es que la Administración que tenemos sea un desastre. Por regla general funciona, gracias sin duda a la dedicación de tantos empleados públicos injustamente desacreditados, aunque muchas veces con una lentitud exasperante. Pero corre el riesgo de caer en la más absoluta irrelevancia y de perder su papel de intermediación entre el ciudadano y el interés general. La desafección hacia los partidos y las instituciones la debilita. Los mayores defensores de lo público deberían ser los más interesados en encarar la reforma. Con prudencia, pero también con valentía, sumando voluntades e impulsando un paulatino cambio general de mentalidad.