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Laura Rodríguez

El caso de una mujer de Tarragona con ELA que ha solicitado que la dejen morir en paz cuando llegue el momento

El caso de una mujer de Tarragona, Laura Rodríguez, a quien se ha diagnosticado una ELA y que ha solicitado que la dejen morir en paz cuando llegue el momento, suscita tres cuestiones. Cuatro, en realidad, si se tiene en cuenta la brutal ignorancia de los médicos que la atendieron y que aseguraron que estaba loca. En fin. ¿Quién decide cuándo ha llegado el momento? ¿Quién dictamina cuándo se le quita el apoyo terapéutico para dejarla morir? ¿Quién puede impedir que la enferma decida por su cuenta el momento y la forma de morir antes de haberse convertido en una piltrafa que sufre, acorralada, además, por un encarnizamiento terapéutico al que no puede oponerse?

La ELA, la temida y temible esclerosis lateral amiotrófica, es una enfermedad que mata sin remedio y para la que no hay cura. Lo terrible de ella es que se desencadena de pronto sin que se sepa por qué y el paciente muere en general al cabo de los tres o cuatro años. Pero no es eso lo peor: lo peor es que el que la padece pierde progresivamente el habla, la deglución, el movimiento de pies y manos y la capacidad de respirar. Y se muere. Pero no es eso lo peor: lo peor es que está consciente e intelectualmente atento hasta el momento mismo de la muerte.

Hace décadas que los investigadores buscan no solo la causa de la enfermedad sino una cura para ella. Se avanza muy despacio, no por falta de recursos sino porque los progresos son milimétricos. Hay en marcha a nivel mundial ensayos clínicos que buscan en la genética un modo de retrasar los efectos de la ELA y acabar curándola. Entre los que participan en esos ensayos se encuentra una fundación española, FUNDELA, respetada por la comunidad científica mundial. Las autoridades sanitarias españolas, instaladas en las habituales rencillas, no le hacen mucho caso, pero así funciona la investigación en España.

Queda establecido, por tanto, que si usted contrae la ELA hoy no existe remedio ni esperanza de encontrarlo hasta dentro de un tiempo largo que ni a usted ni a los que vengan detrás les resuelve nada. La condena a muerte es inexorable. Las actuaciones posibles son dos: en primer lugar, es indispensable que funcionen en la mayor cantidad de centros médicos unidades integradas de tratamiento que hagan más soportable el tránsito. En segundo lugar, volvemos a las tres preguntas del principio de este artículo.

Quién decide cuándo ha llegado el momento de morir si es lo que uno desea. Obviamente, nadie tiene autoridad moral para impedírselo: el enfermo puede querer morir en el instante que quiera o seguir con vida hasta el final. Lo que él desee. No es una decisión fácil pero es suya. ¿Quién me puede impedir suicidarme hoy? Nadie. Me tiro por la ventana y ya está. Vaya, siempre habrá un alma caritativa que me dé un sermón colgado conmigo del balcón, pero, ojo, lo hace por sus propios motivos morales o humanitarios y no por los míos. ¿Qué sabe él de lo que me mueve?

Quién decide cuándo se aplica la eutanasia pasiva, además de los cuidados paliativos, es decir, el desenchufe de todos los tratamientos y máquinas y la sedación. Pues también el paciente (no es sencillo: puede tener que ser la familia). Lo que ocurre es que siempre hay un médico que se siente ligado por el juramento de Hipócrates (que viene a ser: tengo que salvar a este tipo caiga quien caiga) y decide llegar hasta el final para luchar con denuedo contra el mal o, peor aún, espera que de aquí a un par de meses se descubra el remedio infalible: que el paciente sufra hasta que yo esté convencido de que he hecho todo lo posible por salvarlo y mi conciencia quede en paz.

Finalmente, el cerrilismo activo de nuestro Parlamento impide que se apruebe, como en otros países del mundo civilizado, la eutanasia. Viene a ser, al igual que el suicidio o la eutanasia pasiva, un reconocimiento de nuestro derecho a decidir como individuos. Solo que cuando uno ya no está en condiciones de hacerlo por sí mismo, es preciso que nos ayude otro, que ve cada día el sufrimiento inevitable del ser querido. Dos cosas interesantes impiden la regulación sensata de la eutanasia: la Iglesia, que reclama para Dios la exclusiva sobre la muerte (lo que no deja en muy buen lugar los fusilamientos, las ejecuciones en la cámara de gas o por electrocución o el simple suicidio desde un balcón, para impedir el cual no se persona un cortejo de arcángeles).

La segunda razón es el convencimiento del médico de que hay quien se salva pese a padecer ELA. Stephen Hawking, por ejemplo. Solo que se trata de un caso único y aquí debería aplicarse sin dudar aquello de que la excepción confirma la regla.

Dejen en paz a Laura Rodríguez.

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