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Abogado

El mar y nosotros

Travesía por el Pacífico Norte, frente a las costas de Alaska

La inmensidad líquida del Pacífico Norte palpita con sosegada agitación frente a las costas de Alaska. Un sol vespertino reverbera sobre ella y la hace espejear, plateando su superficie. El barco cabecea imperceptiblemente, navegando a ritmo, y la mar, seductora como suele, invita a la divagación y a la libertad. Los espectros de Melville, London, Stevenson, Conrad? y el resto de los elegidos se hacen sutilmente presentes. Atrás quedan la hermosa y cosmopolita verticalidad de Vancouver y la protegida belleza del Pasaje Interior.

Nuestros días, sin embargo, no dependen solo del viento, ni de los conocimientos náuticos, geográficos o meteorológicos de pilotos y marinos, valerosos, experimentados y sagaces. La intrusión tecnológica viene creando confusión y una sensación mixta de cobijo e intemperie. Qué más habrían querido Cristóbal Colón, los Pinzones, Rodrigo de Triana y las tripulaciones completas de la Pinta, la Niña y la Santa María, con las que España ensanchó el mundo ante el asombro general, que disfrutar de un sistema de posicionamiento global que les informara con precisión, y en todo momento, del punto exacto del globo terráqueo, latitud y longitud, en el que se encontraban, lo que al parecer no sabían. Esto, claro está, no reduce sino que engrandece su impresionante hazaña. Lo señalo con ánimo constructivo, por si acecha algún guardián del fracaso ocioso a estas alturas.

Por no hablar de un sistema que les permitiera llamar a casa para pedir socorro, o quejarse inmediatamente de cualquier inconveniente o pormenor. El quejica, un ser divino al que al parecer todos le debemos algo, sin saber bien por qué, es el astro de nuestros días. Lujoso vicio, estéril desgañito, el de quejarse por todo y a todas horas, cuyo estudio encomiendo a mentes más lúcidas que la mía, no sin antes, eso sí, quejarme amargamente por tan insoportable castigo y aseverar, alegremente, que un poco de resignación y templanza nunca han hecho mal a nadie. Ni pedir, ni rehusar, soportar, arrostrar la vida como es y esperar, confiando siempre en nuestras posibilidades.

Si sus mercedes hubieran sabido de las redes sociales y de sus sortilegios alucinarían, como ahora se dice. Sabían, me parece a mí, de la fe, el valor, la ambición, el honor y el coraje. Sabían de la lealtad y el sacrificio. Sabían de los sueños y del hambre. Todo lo cual, digo yo, es no poco saber.

Sin embargo, al cobijo cibernético le acompaña la intemperie moral. ¿Cómo defenderse del acoso de problemas, trabajos, informaciones, simplezas o estúpidas rencillas que los viejos navegantes dejaban en la costa y hoy nos persiguen y dan alcance a través de la red y sus demoníacos artilugios? Tremendo pleito, dirían en Cuba. No tengo una respuesta irrefutable, como las que ahora gustan, simples como un cubo, binarias, o blanco o negro, porque quiero ser un hombre pensante, es decir dudante. Pero intuyo, y me atrevo a decir, que la manera de zafarse de todo ello, de conservar la libertad de espíritu y la necesaria paz interior, sigue siendo mirar al mar, lejos en el horizonte, dejarnos asombrar por su grandeza, su atractiva y amenazadora generosidad, su misterioso embrujo, su inabarcable infinitud, su rítmica e impredecible respiración, su fecunda condición seminal, su inmensa belleza, atributo que suele acompañar a la sabiduría. Belleza y sabiduría de la naturaleza que no excluye la nuestra, la del hombre.

Claro que la belleza y la sabiduría de la naturaleza podemos asumirlas como ciertas, mientras que, no sé la belleza, pero la sabiduría humana hemos de presumirla salvo prueba en contrario, prueba que la experiencia ofrece con sospechosa frecuencia. Lo que lejos de debilitar nuestra fe en la razón la fortalece, como una mejor alternativa. Razón, belleza y bondad sugiere el mar, no es poco. Merece nuestra gratitud, nuestro respeto y nuestra audacia. Con la ayuda de la Virgen del Carmen todas las singladuras han de terminar en buen puerto y quienes han andado por la mar de hombres, que le dicen en Galicia, bien pueden acreditarlo. Se requiere, eso sí, un poco de fe y de esperanza, un gran valor, una ambición abarcadora y vista de pájaro. Pero con paciencia y a su debido tiempo siempre se escucha a Rodrigo de Triana gritar ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!

Ketchikan, primer puerto de arribada en el Estado de Alaska, se encuentra en la isla de Revillagigedo, así llamada por la exploración de los españoles que le dieron el nombre en honor del segundo Conde de Revillagigedo, Virrey de la Nueva España, allá por el siglo XVIII. España y los españoles, dónde no andaríamos, sin duda todo un carácter, que le vamos a hacer. Uno se siente orgulloso, ustedes me perdonarán.

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