Asturias no ha asimilado aún todas las lecciones de su particular debacle económica. Sus pilares quebraron a la vez incapaces de resistir la dura competencia que implicó, sucesivamente, abrirse al mercado en las últimas cuatro décadas con el fin del aislamiento y la entrada en la UE. Muchas de las causas de su desplome desde los lugares cabeceros de España en renta y actividad, y que arrasaron sus sectores productivos, siguen sin corregir porque la respuesta fue antes resistente, salvar los muebles, que anticipatoria, correr para cambiar rápido de barco. Como esos repetidores reiterados que se eternizan en las aulas, la región no pasa de curso. Va por el buen camino, sí, pero no lo bastante como para graduarse y salir de la cola.

No hay duda. En la Asturias de hoy se vive mejor que en la de 1992, el punto candente de la reconversión, el pistoletazo de salida a la gran transformación de la economía regional. Lo peor que puede ocurrir ante esta evidencia positiva es abonarse al conformismo. La serie de reportajes que LA NUEVA ESPAÑA dedicó esta semana a los 25 años del Informe ERA sobre la reindustrialización permite comprobar los progresos, pero también constatar las carencias. La región, pese a contar con un potencial enorme, no crea la riqueza suficiente para acortar distancias con las áreas prósperas. Dilapida, pues, medios y esfuerzos con los que aumentar el bienestar de sus ciudadanos. O al menos no los usa de la manera adecuada.

Tomando como referencia el reflejo de su propia fotografía en el pasado, Asturias aceleró. La empresa pública, lastre estructural, pasó de 33.000 trabajadores a 1.200. Los servicios, como en las economías modernas, saltaron del 54% del empleo al 75%. Las huelgas y las barricadas pertenecen al recuerdo. Trabajan más asturianos hoy, 386.000 (13% de paro), que entonces 352.000 (16,9% de paro). Si se compara esta realidad con la evolución del resto de España durante el mismo periodo, no cabe un retrato tan favorecido. Asturias perdió más peso en el PIB que nadie. La producción bajó de representar el 3,6% del país en 1950 al 1,9% en 2016. En general, siempre crece por debajo de la media y sólo el dopaje de las pensiones permite sostener ingresos per cápita altos. Y, en fin, desde los años ochenta del pasado siglo a la actualidad, perdió 87.000 habitantes, como si hubieran desaparecido del mapa de repente los concejos de Avilés y Corvera. ¿En cuál de las dos instantáneas ponemos el acento? Depende de las ambiciones.

Los asturianos son tan capaces como el resto de los españoles. No están condenados a la postración por tara alguna. Cuentan con condiciones de competitividad, según los indicadores de la UE, equivalentes a las de regiones españolas y europeas avanzadas, de las que no obtienen un rendimiento acorde. Los derrotistas hallarán en esta dicotomía peculiar el pretexto idóneo para insistir en el negativismo, la división y la crítica, y así eludir responsabilidades. Quedémonos con otra lectura: la de que Asturias, si quiere, puede. Hay margen y mimbres para desarrollar una velocidad de despegue superior. Adelante.

La crisis reciente contribuyó más a reordenar el panorama que el impulso político. Las transformaciones llegaron a la fuerza, impuestas por los acontecimientos, y no como fruto de la reflexión, el consenso o las certezas sobre el puerto hacia el que navegar. La propia autoexigencia del sector privado para sobrevivir, obligado a exportar y olvidarse de parasitar los momios públicos, actuó como motor principal de agitación. Que los agentes sociales no faciliten las cosas o empujen sin intensidad complica las reformas.

De las múltiples recomendaciones que plasmaba el ERA están logradas las que entrañaban esfuerzo ajeno: las infraestructuras, que pagaron el Estado y Europa. Siguen en barbecho las que dependían de las decisiones propias, como imprimir un vuelco a la Universidad, fomentar una Formación Profesional práctica con aprendices, potenciar un sistema asturiano de ciencia y tecnología o desarrollar el área metropolitana, mantra recurrente a la hora de sacar un conejo de la chistera, pero que siempre queda en nada.

Algunas de las prioridades en las que se volcaron los esfuerzos resultaron erróneas por aferrarse a pesados y viejos esquemas conservadores, inútiles en el siglo del conocimiento ubicuo e instantáneo. Asturias no puede convertirse en una tierra sin visión a merced de la corriente que mantiene sus constantes con respiración asistida. Depender de los subsidios o de los jubilados significa, a la larga, admitir un desmantelamiento con anestesia. Sólo existe un antídoto: multiplicar las empresas, dotarlas de tamaño y dinamizar la actividad.

El ERA apuntaba al desánimo y la desconfianza como causas fundamentales del estancamiento. En buena medida, esos sentimientos perduran. Primer requisito: cambiar de actitud. El último párrafo del documento instaba a aunar esfuerzos en torno "a un proyecto realista de desarrollo" apoyado en un "principio de unidad sobre objetivos comunes y líneas de acción reconocidas como necesarias para todos". Con los desafíos sobrevenidos, llevar a la práctica esta conclusión -lo que no supimos hacer en el último cuarto de siglo- recobra plena vigencia. ¿Por qué no intentarlo de nuevo?