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El correo de Salem

Vamos a colgarte

Antes de que dieran la orden de matarlo, Santiago se quedó dormido. Al comienzo de un sueño rápido, le pareció que escuchaba los pasos de su madre trajinando en la cocina y tarareando una canción. Por escucharla, el niño dejaba caer la taza de café con leche, pero esta no hacía ruido alguno al chocar contra el suelo. Comenzaba a flotar.

El hombre que lo custodiaba le vació un balde de agua sobre el rostro, y lo despertó.

-¡Contesta! -ordenó el tipo. El Viejo te está preguntando.

-¿Cómo te llamas?

Sentado frente a una mesa rústica, el hombre al que llamaban el Viejo ojeaba un periódico amarillento. Bajo el toldo de campaña, fingía leer. En realidad, quería hacer esperar al prisionero, y debido a la intensa luz del sol, este se había quedado dormido.

-No, hijo. No voy a dar la orden de matarte ahora. No le voy a pedir a los muchachos que te ejecuten. Aquí todos somos cristianos, y si colaboras, me bastará con ponerte en la frontera. En cambio, si sigues callado, eso sería ya otro cantar.

-Me llamo Santiago.

No fue escuchado. Entonces, se dirigió al gringo inmenso que lo había capturado.

-Ustedes no son la Patrulla de Fronteras. ¿Quiénes son ustedes?

El rubio gordo lo miraba asombrado. No estaba acostumbrado a que sus víctimas lo miraran a la cara ni que le hicieran preguntas.

-¿Quiénes son ustedes? ¿Me van a entregar a la Patrulla de Fronteras? ?

Durante un rato largo, no hubo más sonidos que el diálogo a gritos del jefe y su lugarteniente. Arriba, en el cielo, a pesar de que aún era de día, se podía ver la luna, se la veía zumbar al pasar en vuelo rasante sobre el desierto de Arizona.

-¿Qué piensan hacer conmigo?

-No hay árboles por acá, pero creo que vamos a colgarte -le respondió el hombre que lo custodiaba. Era sumamente voluminoso.

El gordo dio otra chupada a su cigarro que ya se le acababa.

-Eso es lo que se hace en esos casos, ¿no?

Todavía le quedaba una última chupada. La dio:

-Sí. Vamos a colgarte.

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